El niño, como cría de la especie humana, está marcado desde su nacimiento, por un contexto biológico, afectivo, emocional, cognitivo, comunicativo, motriz y social. Estos parámetros, irán modelando su desarrollo, en relación a los demás seres de su especie, con los cuales tendrá que aprender a convivir.
A lo largo de su vida, deberá
saber ser, saber hacer y saber estar, en el mundo de las relaciones formales, que le solicitarán continuas y diversas adaptaciones, para poder lograr un espacio social activo y acorde a sus inquietudes, demandas y habilidades.
Bajo esta óptica deberíamos comprender al niño; que se nos presenta como un universo particular, lleno de interrogantes, interacciones y aprendizajes tempranos, los cuales no deberíamos perder de vista.
Al relacionarse el niño con los objetos que lo envuelven y las personas, lo llenarán de significados y le dejarán huellas profundas en su ser, que exteriorizará mediante las conductas, posturas y actitudes.
Como profesionales de la logopedia, cada días nos enfrentamos ante niños que presentan dificultades, alteraciones, desventajas en el área de la comunicación, del habla y audición.
Inicialmente, nos surgen muchas preguntas, que forman parte de nuestro quehacer como terapeutas del lenguaje y la comunicación:
¿cuáles son los indicadores de alerta?, ¿hasta que punto dejar que pasar el tiempo y observar si hay una evolución acorde a los parámetros establecidos? ¿o si solo se trata de facilitar una estimulación oportuna del lenguaje?
Muchos son los procesos que se articulan para adquirir hábitos comunicativos y sociales. Muchos de ellos se presentan en forma paralela y requieren de análisis; las capacidades de adaptación del niño son muy amplias, muchas veces, llegan a asombrarnos, cuando salen a la luz las primeras vocalizaciones, que son acompañadas por gestos imprecisos, cuando repiten palabras, en el momento que nos imitan con gestos, al bailar y cantar al son de una consigna musical, cuando ante nuestro asombro construyen las primeras frases... ya que son como “esponjas”, capaces de absorber diferentes estímulos simultáneamente, decodificarlos y agruparlos a gusto.
El niño se enfrenta al mundo, como un libro abierto. Si nos interesa conocer su mundo, no hay más que buscar la vía más adecuada que nos permita leer su texto. Para ello, debemos conocer cuales son sus conocimientos previos, que es lo que tiene significado en su mundo, cuales son sus motivaciones, intereses, demandas y saber que actitudes y expectativas tienen frente a los procesos de aprendizaje.
El aprendizaje es un proceso individual. El niño interpreta y construye mentalmente, significados. Cada niño aporta el
propio ritmo en el proceso de construcción. La escuela deberá garantizar que todos los alumnos consigan unos máximos curriculares, respetando las características de cada uno y su propia manera de acceder al aprendizaje.
Antes de que salgan a la luz las dificultades, debemos centranos en el
triángulo interactivo, que define
Coll, 1994: contenidos, niño y mediador del aprendizaje (maestro, profesor, logopeda...), en el cual es necesario indagar y buscar la raíz de la dificultades, con la finalidad de modificarlas.
Si comenzamos por el vértice de los
contenidos, debemos centrarnos en los tipos de conceptos, procedimientos, actitudes, valores y normas, que se trabajan en la programación y desarrollo del aula o en la sesión.
El material permite que progresivamente el niño, avance a nuevos retos o requieran de ajustes más significativos.
De alguna manera, tenemos la responsabilidad dentro de nuestra área de comunicación, de analizar la relación que se establece entre el niño y el nuevo contenido; el papel que se adopta frente al niño y el éxito y continuidad de los aprendizajes planteados.