Se apoyó también en los hallados de AZEVEDO y FREIRE (2001) que muestran que el niño, cuando alcanza la posibilidad de ser el intérprete su propio discurso, en vez de ser solamente interpretado por el discurso de los otros, frecuentemente presenta muchos lapsos, hesitaciones y repeticiones al hablar, porque es capaz de hacer auto correcciones en su discurso.
AZEVEDO & FREIRE (2001), apoyadas en estudios sobre adquisición de lenguaje en una vertiente interaccionista, asumen la noción de posición discursiva del niño en la lengua (op. cit. p. 147), para a partir de ella pensar en el origen de la tartamudez. Tres posiciones discursivas del niño en la lengua son asumidas con el esclarecimiento de que no hay jerarquía entre ellas. En la primera posición el habla del niño se compone de fragmentos discursivos del habla adulto y no presenta errores. Su habla está circunscrita al habla del otro que interpreta sus dichos. En la segunda posición el habla del niño presenta errores después de aciertos, lo que muestra que ya conoce el movimiento de la lengua, pero todavía no conoce todas sus reglas y hace generalizaciones indebidas. En la tercera posición el desaparecimiento de los errores coincide con el aparecimiento de pausas, repeticiones, reformulaciones y auto correcciones, con reconocimiento de los errores. Eso muestra una disociación del sujeto en relación con su habla y con relación al habla del otro. El ya no es solamente interpretado por el discurso de los otros, es también intérprete de su propio discurso y de lo del otro.
Las autoras asumen también que los trechos fluentes del habla infantil son, generalmente, los ya conocidos y acomodados, vienen en bloque. Los disfluyentes son aquellos que están en construcción, son instables, pasan por tentativas infructíferas de segmentación en bloques prosódicos y suponen pasos más complejos. En esos lugares el sujeto se subjetiva: juega con la lengua, descubre sus reglas, es llevado a asemejarse al habla del adulto, y al subjetivarse se vuelve disfluente. La disfluencia es así entendida por las autoras como el lugar de la subjetivación (op.cit. p. 151).
El adulto todavía, puede interpretar el habla del niño en esa tercera posición, en esos lugares de subjetivación, como tartamuda. En ese caso, muestran las autoras, predomina un discurso autoritario, un discurso que no ofrece reversibilidad, presentificado, usualmente, por medio de frases como: habla despacio!, Piensa antes de hablar!. Cuando el adulto no reconoce como lenguaje el habla con repeticiones, tensiones, pausas, reformulaciones, distancia al niño de la posición discursiva de identificación de los errores. Eso puede llevar
El niño a dislocar su error para fuera de la esfera de su habla y a localizarlo en algún lugar fuera de su cuerpo o mismo en todo su cuerpo. El efecto de esa interpretación puede materializarse en el silenciamiento del niño o en la transformación de la tensión sobrevenida de ese silenciamiento en movimientos como golpear de pies, de manos, movimientos de la cabeza, contraer y tensionar los órganos fono articulatorios, o mismo sustituir palabras por otras entendidas como más fáciles. Cualquiera de esas situaciones tiene en común el facto de que las estrategias postergan el habla del sujeto para después. (…) A partir de ahí, de sujeto hablante semejante a otro el niño se depara con la diferencia, la recusa al asemejamiento, siendo silenciada por el otro y puesta él la posición de sujeto tartamudo ( op. cit. p. 151).
Las autoras muestran la posibilidad de comprender la tartamudez como fenómeno que se produce por un proceso peculiar de adquisición del lenguaje, y siguen su trabajo, ahora apoyadas en la teoría de Análisis de Discurso de línea francesa, defendiendo que la tartamudez no está ni en el sujeto ni en el otro, pero en el discurso, en las condiciones de su producción. Sobre estas condiciones, muestran que al tener su habla disfluente interpretada por el otro como tartamuda, el sujeto disfluente pasa a interpretar el otro como aquel que lo interpretará siempre como tartamudo. La interpretación asume el carácter de aprisionamiento, el otro es visto como fiscal de su decir. El sujeto pasa a anticipar en el otro una formación ideológica que puede o no estar en la formación discursiva de ese otro.
Las referidas autoras muestran todavía que el funcionamiento discursivo en la tartamudez presenta un desequilibrio entre lengua (entendida como la forma del discurso) y habla (entendida como sentido del discurso). Argumentan que el saber (de la lengua) es no sabido (op. cit. p.153), o sea sabemos hablar pero no sabemos como lo hacemos. Siendo así, no podemos decidir sobre lo que hablaremos con error o con exactitud. Argumentan también que cuando hablamos, o escuchamos hablar, no es el sonido de las palabras que cogemos, pero su sentido. La anticipación de palabras o sonidos tartamudeados, o la convicción genérica de que se va a tartamudear al hablar, contiene la ilusión de que se sabe aquello que en el funcionamiento discursivo no nos es permite saber. Además, prende el sujeto a la forma de hablar, a las palabras, a los sonidos, rompiendo el equilibrio del habla que está en mantenerse en su sentido. Segundo las autoras, el efecto de ese desequilibrio (el privilegio de la forma en lugar del sentido), se materializa en el uso de estrategias discursivas que odian o evitan la manifestación de la tartamudez.