Vivimos acostumbrados a pensar que somos arquitectos de nuestro propio destino. Creemos que la vida está en nuestras manos. Pensamos que es posible alcanzar todo lo que nos proponemos, que no hay imposibles. Entre las situaciones que más desearíamos controlar, o más precisamente evitar, están los errores, que en mayor magnitud se consideran fracasos.
Vivimos acostumbrados a pensar que somos arquitectos de nuestro propio destino. Creemos que la vida está en nuestras manos. Pensamos que es posible alcanzar todo lo que nos proponemos, que no hay imposibles.
Probablemente pensamos en la vida como una serie de piezas que podemos acomodar, o sea, pensamos en la vida como algo tan armable como un rompecabezas. Se nos olvida que la mayoría de las circunstancias que rodean la existencia tienen una complejidad que va más allá de la relación causa-efecto. La combinación de factores que influyen para que una situación tenga lugar es impredecible. Tal vez por eso se hable de destino. Frente a algo tan misterioso como es la vida, en ocasiones preferimos pensar que lo que nos ocurre estaba destinado a ser. Los griegos pensaban de esta manera, pensaban en el destino como aquello que nos determina. Mientras que los hebreos, de donde deriva el cristianismo, pensaban en la propia determinación frente al destino o frente a lo que nos acontece. En todo caso podemos pensar en el destino como lo que ya aconteció, y lo que cada persona decide que le suceda frente a esa situación.
Pero también podemos alejarnos de esta postura y pensar que si analizamos con suficiente detalle, encontraremos una serie de condiciones que en forma de cadena desembocó en un acontecimiento. Y esto nos da una especie de tranquilidad, pues pareciera que si nos afanamos lo suficiente, las condiciones pueden acomodarse de cierta manera para lograr determinados resultados. Es decir, nos quedamos con una sensación de control, o mejor aún, con una expectativa de control, que en realidad no es más que una ficción de control.
Entre las situaciones que más desearíamos controlar, o más precisamente evitar, están los errores, que en mayor magnitud se consideran fracasos. Hay toda una cultura en contra del fracaso, sobretodo en contra de los fracasados o loosers, como se maneja entre los que hablan inglés. Hay una tendencia generalizada a no querer ver, o bien, a mantenernos ciegos frente a nuestras limitaciones.