Ante tales circunstancias no nos sirve de mucho tratar de encontrar una explicación, una causa, algo que nos ayude a prevenir una situación peor. Ni los porqués ni los para qués son útiles en estos casos. Ambos —los porqués y los para qués— siguen una lógica lineal, tal vez demasiado simple. Las cosas no ocurren debido a una sola causa, ni ocurren para que otra cosa más suceda.
¿Y qué sucede cuando las cosas no salen como nosotros esperamos? ¿Qué explicación podemos dar cuando un hijo nace con una incapacidad? ¿Cómo encontrarle lógica al hecho de contraer una enfermedad mortal? ¿Cómo prevenir que tu padre o tu madre sea un alcohólico? ¿Cómo explicarte que la persona a quien amas se ha enamorado de otra persona? ¿Qué sentido de justicia hay en el hecho de que en un accidente muera el que no tuvo la culpa? ¿Cómo podemos explicarnos que un hijo muera antes que sus padres? ¿Podemos realmente encontrar la causa y la cura del desamor? ¿Podemos postergar indefinidamente el envejecimiento? ¿Qué nos queda cuando se nos despide injustificadamente de un trabajo al que le hemos dedicado años?
Ante tales circunstancias no nos sirve de mucho tratar de encontrar una explicación, una causa, algo que nos ayude a prevenir una situación peor. Ni los porqués ni los para qués son útiles en estos casos. Ambos —los porqués y los para qués— siguen una lógica lineal, tal vez demasiado simple. Las cosas no ocurren debido a una sola causa, ni ocurren para que otra cosa más suceda.
Es decir, ante circunstancias de la vida no deseables ni prevenibles, el procesador racional lejos de ayudar nos fastidia, genera en nosotros una actitud de enojo con la vida. Nos hace arremeter contra nosotros mismos y nos amarga la existencia. Esto sucede así porque cuando se trata de límites existenciales como los que acabamos de plantear, la razón o procesador racional, al recurrir a sus herramientas, que son el análisis y el juicio, genera estrés y tensiona.
Cuando un paciente llega a consulta por primera vez, lo hace con una especie de exigencia o demanda: que la realidad no sea como es. Ese es el deseo implícito, aunque la queja adopte matices específicos propios de su circunstancia: “que mi esposo no me sea infiel”, “que mis padres no respeten mi deseo de comer muy poco”, “que mi hermana haya muerto sin que yo haya podido sincerarme con ella”, “que mi esposo beba y no quiera admitirlo”, “que mi novia no salga con sus amigos”, “que mi novio piense en acostarse con otras mujeres”, “que mi papá deje de hacerme sentir fracasada”, “que mi hija acepte a mi nueva pareja”, “que mi hijo deje de tener problemas en su escuela”.
Además del deseo implícito de que las cosas no sean como son, lo que el paciente espera de ese espacio terapéutico es encontrar una explicación, algo que permita entender y por lo tanto, controlar esa parte de la realidad que le genera estrés. Lo que un paciente suele buscar es un método o una estrategia que le permita modificar las circunstancias a su favor. El paciente ignora que las circunstancias en sí no contienen una dosis de estrés, el paciente rechaza algo externo, cuando el rechazo reside en la intimidad, es decir, en la perspectiva desde la que mira las circunstancias.
Es aquí cuando el procesador alternativo —procesador emocional— puede darnos alguna paz, puede devolvernos a lo que somos, seres falibles, tal como lo explica la Terapia de la Imperfección.