En ese estado de enfermedad del cuerpo era necesario que junto al enfermo estuviera otro que escuchara, otro que no le requiriera callar, que estuviera advertido de que el dolor enmudecido no calma al sujeto sino que lo borra, otro que sostuviera su demanda, aún, cuando esta se convierta en clamor o grito.
Se apostó en aquel entonces por la posibilidad de brindar un espacio que preservara lo simbólico en ese trance de padecer una enfermedad como el cáncer, es decir, cuando la palabra no era posible, quedaba la presencia muda. Cuando no se pudo ser nombrado lo siniestro del dolor y de la enfermedad, subsistió solo la presencia, porque esta puede ser el pre-texto para que no se deje de apelar al otro, de demandar al otro aunque sea como testigo de un grito que es en ciertos momentos de la enfermedad, el único recurso para preservar el lazo social. Es decir, que pueda existir un discurso porque aun cuando ninguna palabra haya sido pronunciada el discurso existe, ya que el discurso no es el habla, sino que apunta a las relaciones de estructura que el lenguaje establece entre los sujetos. Para Lacan el discurso constituye el lazo social y cualquier acto que sea convocado a preservar el discurso como lo es un grito es lo que nos mantiene en un mundo simbólico.
Se advirtió asimismo el concepto de cuerpo, el cual más que visto como un conjunto de órganos y sistemas, se abordo como un cuerpo que se constituye en relación con los otros y con la propia historia. En esta forma específica de abordar la clínica el cuerpo fue implicado en lo real. Un acompañamiento de este tipo implica que se incluya el propio cuerpo del acompañante para que el paciente pudiera representar lo relacionado con la inminencia de su muerte, es decir, ante lo imposible de representar no bastan las palabras, se necesita de otro soporte, que a veces tuvo que ser otro cuerpo para poner en escena su propia imagen sin que ella se encontrara tan amenazada; por ejemplo cuando se llegaba el momento de recibir las punciones, los pacientes podían tolerar el miedo a las mismas asiéndose de una mano del acompañante, como si estuviera representado en la fantasía de que su cuerpo debilitado se fortalecía y se sostenía al “sujetarse” fuertemente de la mano de otro a quien consideraba ileso y capaz de sostenerlo. Podemos decir que el sujeto en estas circunstancias se valió del cuerpo de otro para seguir sujeto o sujetado.
Se estudiaron también las rupturas que ocurrían por la enfermedad, como la precipitación de la ruptura de su lazo con lo social, ya que es a partir del lazo social que el ser humano puede hacerse cargo de sus relaciones con los otros y compartir con sus semejantes.
Ahora bien, en un enfermo con cáncer, están en juego su familia y el contexto donde él se pone en escena haciendo lazo social, por ejemplo su escuela, la que en la mayoría de las veces tiene que ser abandonada por las constantes recaídas y hospitalizaciones de las que se es objeto, su mundo gira solo en casa y aunado a esto, las medidas precautorias para no llegar a tener complicaciones mayores (hemorragias, infecciones, virus, etc.).
Se argumentó sobre la afectación en lo real del cuerpo, particularmente una agresión como el cáncer. El cuerpo real de un niño con cáncer, es un cuerpo dañado, lastimado, picado, que tiene que ver con un dolor real, en el que el cuerpo es tomado como carne, sangre, articulaciones, huesos y piel. Es en ese campo de la enfermedad denominada cáncer, en el que el paciente se encuentra ante la mutilación, biopsias, aspirados, piquetes, heridas, huellas en el cuerpo, que a parte de estar dolido por la enfermedad, es un cuerpo en el que se implican agresiones para su curación, es ese lugar innombrable, en el que los acontecimientos difícilmente se pueden expresar con palabras y en el que en un instante se vuelcan los sentidos y se desgarran las entrañas, pero no en el sentido metafórico sino en el real, en el cuerpo. Es en el cuerpo donde se repite aquello que porta la muerte, confiriéndole la cualidad de siniestro, es ahí en ese cuerpo en donde la muerte se obstina en aparecer.
En la práctica clínica con estos pacientes, el cuerpo contiene lo siniestro que se presenta de manera feroz y se evidencia en picaduras, llantos, gritos, recaídas súbitas, cuadros sépticos, etc. El paciente con cáncer es enfrentado ante su propio cuerpo descompuesto. Su desencuentro es con las agresiones que son dirigidas al cuerpo para su curación. Cada punción es una forma de enfrentarse con lo siniestro, con algo que no se puede hablar, que es difícil de decir, ese corte en lo simbólico, ese observar la pérdidas físicas en los otros, la expulsión de sangre, “la muerte del otro y en el otro” (Rojas, 2002), todo esto como lo imposible de simbolizar, de comprender, y que sólo con las palabras se puede volver tolerable al devenir metáfora.
Los hilos del lazo que unen al enfermo con lo simbólico son paulatinamente cortados, porque los temores, la reclusión los cuidados médicos y sobretodo lo insoportable de la inminencia de la muerte desaloja ese espacio en la subjetividad del enfermo, pues ahí donde estaba el otro al cual hablarle ya no hay mas que dolor, preguntas sin respuestas y recomendaciones médicas que solo atienden a las necesidades de la enfermedad pero pocas veces o casi nunca las demandas del enfermo.
En ese estado de enfermedad del cuerpo era necesario que junto al enfermo estuviera otro que escuchara, otro que no le requiriera callar, que estuviera advertido de que el dolor enmudecido no calma al sujeto sino que lo borra, otro que sostuviera su demanda, aún, cuando esta se convierta en clamor o grito.
A veces en el grito emanado por un dolor físico se escondía un otro dolor sin palabras ante la muerte.