Los educandos, desde que empiezan en la escuela primaria, son adoctrinados con el mensaje de que el profesional vale más que uno que no lo es, y se les enseña a pensar que sólo a través de la escuela pueden acumular un currículo y poseer de un papelito llamado título profesional, que más adelante les permitirá gozar de un status social y económico privilegiados.
Clasificación social
En el marco del sistema capitalista, la escuela seguirá siendo una institución vivificadora de las desigualdades socioeconómicas, al menos, mientras no se resuelvan las contradicciones sociales en general, pues incluso los sociolectos del idioma contribuyen a marcar las diferencias entre las clases. Por ejemplo, los niños provenientes de los hogares académicos o burgueses tienen acceso a una mejor educación que los niños de extracción proletaria, y no sólo debido a que tienen un mejor status económico, que les permite estudiar en instituciones privadas, sino también un desarrollo lingüístico que les permite abstraer con mayor facilidad el contenido de los libros de texto, pensados y elaborados por los académicos al servicio de la clase dominante.
Basil Berstein, catedrático de sociología de la educación en la Universidad de Londres, detectó que el conocimiento humano se distribuye en relación al sistema de clase social, y que ese reparto asimétrico se canaliza por -y a través- del lenguaje, ya que el código lingüístico elaborado, usado en la escuela, es un código al que tienen acceso sólo los hijos de la clase dominante.
Por otro lado, en los países subdesarrollados, la educación superior continúa siendo un privilegio al alcance de una escasa minoría, y las universidades centros donde se reflejan la discriminación y la competencia social. Es decir, de nada sirvió la Magna Didáctica de Juan Amós Comenius, para quien la escuela debía ser un medio para enseñar a todos todo, puesto que mientras más se han industrializado las naciones, más se han polarizado los antagonismos de clase. Consiguientemente, en los países capitalistas industrializados, la escuela funciona como un cernidor que reparte a los educandos conforme a su origen social. Los estudiantes de origen proletario o campesino son orientados, de un modo general, hacia enseñanzas de tipo profesional, entretanto los hijos de la burguesía hacia enseñanzas académicas, largas y costosas; las cuales los permite ingresar a las universidades y, más adelante, proseguir estudios de especialización en algún instituto superior.
La escuela no contribuye a la igualdad entre los individuos, sino al acrecentamiento de las contradicciones ya existentes en la sociedad, donde la mayoría, marginada de antemano por su escolarización deficiente, no prosigue estudios superiores. La minoría privilegiada, en cambio, que tiene posibilidades de acceder a las universidades, sigue constituyendo la elite profesional que gobierna junto a los regímenes empeñados en perpetuar el orden establecido; por cuanto los presupuestos destinados a la educación sólo sirven para el provecho de unos pocos, en desmedro de la mayoría condenada a vivir en la pobreza y el analfabetismo.
Los sistemas educativos descentralizados, con escuelas tanto privadas como estatales, son sistemas que incentivan la desigualdad social y la competencia profesional. En Estados Unidos, por ejemplo, tiene más prestigio uno que estudia en una universidad privada que otro que estudia en una universidad pública; quizá por esto, cuando los norteamericanos juzgan los conocimientos académicos de un profesional no sólo indagan qué estudió, sino también dónde estudió, a pesar de la suposición de que las profesiones más prestigiosas están dominadas por los hijos de las clases pudientes, sobre todo, para conservar el status social y económico de sus progenitores, mientras las menos prestigiosas están ocupadas por los hijos de la clase obrera. Esto ocurre incluso en los países denominados democráticos, donde la democracia es una cosa en la teoría y otra muy diferente en la práctica. Claro está, todas aquellas sociedades donde existe la discriminación racial, la desigualdad de derechos entre el hombre y la mujer y el antagonismo de clases, cuentan con una escuela donde se reflejan estas diferencias.
Los educandos, desde que empiezan en la escuela primaria, son adoctrinados con el mensaje de que el profesional vale más que uno que no lo es, y se les enseña a pensar que sólo a través de la escuela pueden acumular un currículo y poseer de un papelito llamado título profesional, que más adelante les permitirá gozar de un status social y económico privilegiados. El individuo que asimila sus conocimientos en la escuela tendrá más preferencias en la vida laboral y será halagado por quienes controlan el poder político.
Ya sabemos que, en toda sociedad clasista, la educación es una mercancía, un bien de primera necesidad, y que el título profesional es el producto más codiciado, ya que equivale tanto como el dinero, exactamente como ser más equivale a tener más. De ahí que las escuelas y universidades, en lugar de cumplir la función de estimular el saber y la investigación, son maquinarias que distribuyen diplomas a un puñado de profesionales ávidos de vivir en la opulencia y conservar el antagonismo de las clases sociales.