Este tipo de miradas no es útil para la educación especial ni para la educación en general: lo “anormalizan” todo y a todos. Las otras miradas –tal vez menos vigilantes pero también menos pretenciosas- tratan de invertir la lógica y el poder de la normalidad, haciendo de esto último, de lo normal, el problema en cuestión.
1. Acerca de la Educación Especial y la crisis de la “normalidad”.
Parece haber un cierto consenso alrededor de la idea que ya no hay un único modo de entender qué es la educación especial y, entonces, de definir cuáles son sus paradigmas.
Más aún: no hay tal cosa como la “educación especial” sino una invención disciplinar creada por la idea de “normalidad” para ordenar el desorden originado por la perturbación de esa otra invención que llamamos de “anormalidad”.
Supongo que los especialistas estábamos demasiado acostumbrados a simplificar el problema e identificar la educación especial con las instituciones especiales y referirnos a una oposición estricta entre paradigmas terapéuticos y antropológicos.
Sin embargo, a poco que entramos en sus prácticas y en sus discursos se nos hace más evidente que se trata más bien de fluctuaciones, de una suerte de vaivén permanente entre aquellos “modelos” pero no su separación textual, su distinción conceptual.
De todos modos creo que hoy en día más que de una cuestión de paradigmas se trata de una verdadera disputa, consciente o no, que creo intenta resolver la siguiente paradoja: la perpetuación o la implosión de aquello que llamamos de educación especial “tradicional”.
Más específicamente, me parece que habría que considerar la existencia de una frontera que separa de modo muy nítido aquellas miradas que continúan pensando que el problema está en la “anormalidad” de aquellas que hacen lo contrario, es decir, que consideran la “normalidad” el problema.
Las primeras –sólo en apariencia más científicas, más académicas- siguen obsesivas por aquello que es pensado y producido como “anormal”, vigilando cada uno de los desvíos, describiendo cada detalle de lo patológico, cada vestigio de anormalidad y sospechando de toda deficiencia.
Este tipo de miradas no es útil para la educación especial ni para la educación en general: lo “anormalizan” todo y a todos.
Las otras miradas –tal vez menos vigilantes pero también menos pretenciosas- tratan de invertir la lógica y el poder de la normalidad, haciendo de esto último, de lo normal, el problema en cuestión.
Esas miradas tienen mucho que ofrecer a la educación: por ejemplo la desmitificación de lo normal, la pérdida de cada uno y de todos los parámetros instalados en la pedagogía acerca de lo “correcto”, un entendimiento más cuidadoso sobre esa invención maléfica del otro “anormal”, además de posibilitar el enjuiciamiento permanente a lo “normal”, a la “justa medida”, etc.
Estas miradas, entonces, podrían socavar esa pretensión altiva de la normalización que no es más que la imposición de una supuesta identidad única, ficticia y sin fisuras de aquello que es pensado como lo “normal”.
Por eso creo que la educación especial podría ser pensada como un discurso y una práctica que torna problemática e incluso insostenible -y más bien imposible- la idea de lo “normal” corporal, lo “normal” de la lengua, lo “normal” del aprendizaje, lo “normal” de la sexualidad, lo “normal” del comportamiento, etc. acercándose de ese modo a otras líneas de estudio en educación, como lo son los Estudios de Género, los Estudios Culturales, el Post-estructuralismo, la Filosofía de la Diferencia.
Si aquello que llamamos de educación especial no sirve para poner en tela de juicio “la norma”, “lo normal”, “la normalidad”, pues entonces no tiene razón de ser ni mayor sentido su sobrevivencia.