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Escuela Especial: trabajo con familiares del discapacitado auditivo en una Escuela Oralista

El siguiente trabajo es producto de mi investigación sobre prevención primaria, y del trabajo terapéutico con familiares y amigos de sordos que realicé en el Instituto Oral Modelo en Buenos Aires (Argentina) durante tres años, donde organicé grupos de autoayuda para familias con niños sordos y todo aquel que estuviera vinculado a ellos
Dora Kweller | 1/06/2004
Escuela Especial: trabajo con familiares del discapacitado auditivo en una Escuela Oralista en Buenos Aires, Argentina.1
El siguiente trabajo es producto de mi investigación sobre prevención primaria, y del trabajo terapéutico con familiares y amigos de sordos que realicé en el Instituto Oral Modelo en Buenos Aires (Argentina) durante tres años, donde organicé grupos de autoayuda para familias con niños sordos y todo aquel que estuviera vinculado a ellos.

En el año 1995, el Instituto Oral Modelo (IOM) contaba con una población de alrededor de 200 alumnos que ingresaban cerca de los dos años a la escuela maternal. Durante el segundo año de esta etapa, se homogeneizaban los grupos en dos secciones, según la evolución de los niños. Los más pequeños concurrían al departamento de estimulación temprana; posteriormente transitaban por las secciones de jardín de infantes, para continuar luego con la escuela primaria.

Egresaban con la escolaridad completa entre los doce y dieciséis años, lo que implicaba una concurrencia a la escuela especial de diez a doce años aproximadamente. Había un gran porcentaje de los niños que oralizaban que llegaba a concurrir a escuelas secundarias y terciarias de oyentes sin deserciones, y un mínimo porcentaje asistía a la universidad común y obtenía su título. Los sordos profundos para rehabilitar tenían un CI normal y otros eran hipoacúsicos leves con problemas sobreagregados. Las familias que concurrían a esta escuela pertenecían a la clase media en su mayoría y media-baja.

La Institución brindaba asesoramiento a los padres de sus alumnos mediante charlas informativas bimestrales, donde participaban especialistas de las distintas ramas, que atendían y estudiaban la hipoacusia, como otorrinolaringólogos, genetistas, psicopedagogos, profesoras de sordos, psicólogos, etc.

Las profesoras de las distintas salas maternales y grados de la escuela primaria organizaban reuniones mensuales con los padres, con el objetivo de transmitir y recibir información relacionada con la rehabilitación pedagógica en el hogar. A estas reuniones sólo asistían los padres de los grados y salas correspondientes; a su vez los padres recibían, junto a sus hijos, clases individuales en forma semanal, por parte de la profesora del grupo.

En cuanto a las reuniones generales, participaba toda la población parental. Estas charlas eran importantes, pues cubrían la necesidad de información que tenían los padres sobre los distintos aspectos vinculados con la sordera, genética humana, Psicología evolutiva, nuevos adelantos técnicos en aparatología, mesas redondas con padres de ex alumnos y ex alumnos sordos, donde los mismos relataban la problemática del adolescente y el adulto sordo, proyectos educativos y laborales. Sólo eventualmente los padres planteaban problemas personales en estas reuniones, ya que temían revelar su intimidad y desbordarse emocionalmente frente al personal docente y jerárquico de la institución, y mostrar su dolor delante de otros padres y del personal educativo.


Ahora bien ¿qué continencia institucional se le brindaba a la angustia y estupor del padre que llegaba por primera vez a la escuela con su pequeño hijo y un reciente diagnóstico de hipoacusia?

La mayoría de los niños ingresaban junto con sus padres al departamento de estimulación precoz, donde transitaban su dolor en intimidad y en compañía de la estimuladora, que –inevitablemente- junto a su tarea específica, debía hacerse cargo de la ansiedad, las dudas, la tristeza y el descreimiento de este primer shock frente a la discapacidad.

La necesidad de estos padres de compartir su problemática individual con otros padres, de revelar sus temores y frustraciones, de elaborar la culpa por la agresión que a veces sentían ante este hijo tan diferente a la imagen soñada, no podía ser satisfecha en ese tipo de trabajo, eminentemente pedagógico.

Los chicos aprendían a oralizarse y a los papás se les enseñaba a convertirse en padres de un chico sordo. La escuela sólo brindaba información y tenía resistencias a encarar estas problemáticas desde el área de la salud mental.

Había un espacio de intimidad que la Institución no brindaba, un espacio vacío en cuanto al trabajo psicológico con padres. No había un soporte en salud mental para la familia, y ese espacio debía ser creado. Era necesario un espacio de libertad, de motivación, de compromiso y de deseo de escuchar y ser escuchado, de conectarse con las emociones positivas y negativas que despertaba tener un hijo sordo. Cité a los padres a una primera charla informativa sobre el funcionamiento de los grupos, donde les pedí que respondieran una encuesta. En ella se preguntaba si deseaban participar de los mismos, con qué frecuencia y sugerencias sobre temas a tratar.

Se hacía hincapié en la libre concurrencia a los grupos, a diferencia de las reuniones pedagógicas, que tenían carácter obligatorio, pero se exigía el compromiso de los asistentes una vez conformado el grupo, y se estableció un mínimo de cuatro personas presentes para llevar a cabo cada reunión.

Se organizaron, junto con la psicopedagoga que trabajaba dentro de la escuela, siete reuniones anuales de una hora y media a dos horas de duración.

Esta tarea no fue sencilla de cumplir. Comenzamos el trabajo utilizando técnicas tradicionales de grupos operativos, donde los coordinadores ayudan a elaborar los temas traídos espontáneamente por los participantes; pero los padres se encontraban tan deprimidos ante el problema que les tocaba vivir, que se sumergían en una actitud pasiva y –a pesar de la necesidad de verbalizar sus conflictos- precisaban, como sus hijos, que la palabra les fuese dada desde afuera.

Se estimulaba a los padres para que intercambiaran entre sí ideas concretas, relacionadas con el manejo de los niños, para que cada uno pudiera enfrentar sus dificultades y transitar en las mejores condiciones posibles esta etapa. La inoperancia para encarar situaciones muchas veces obvias, se resolvía mejor de esta manera; y la desorganización inicial de estos padres frente a todos los cambios que implica reconocer la discapacidad de su hijo se transformaba en la elaboración de decisiones cada vez más acertadas.

Las estrategias iban surgiendo de la dinámica grupal y variaron según los conflictos que se planteaban como insolubles dentro del grupo, por ejemplo, presentando el testimonio de un adulto sordo. Estos se utilizaron en cierto tipo de grupos en los que había mucha desconfianza por el futuro del niño, y el testimonio podía resultar el factor movilizante para salir de ella.

Por ejemplo, a un grupo concurría una joven madre hipoacúsica de treinta años, mal oralizada, con serios problemas en la comprensión, se instalaba en el grupo, lloriqueando y quejándose de su sordera y la de sus hijos. Su madre, una señora muy enérgica de alrededor de 50 años, la acompañaba al grupo de autoayuda, no la dejaba participar diciendo que “ella no entendía”. Inconscientemente y con buena voluntad se hacía cargo de sus nietos mellizos, que la mantenían “super ocupada”, para poder elaborar mejor la tristeza que le producía la reciente muerte de su esposo.

El grupo de padres estaba en un estado de gran depresión, no podían hablar, miraban con pena y desaliento a esta abuela, con una actitud corporal de agobio.

Nuestras intervenciones no parecían servir, no lográbamos transmitirle a la joven madre que su caso particular no era universal. Decidimos romper ese estado de desaliento grupal buscando como testimoniante a una muchacha hipoacúsica de la misma edad, con una postura muy optimista ante la vida, proveniente de una familia que le brindó un apoyo emocional saludable, favoreciendo el logro de su independencia, y por ende de su vocabulario (pues yo creo que la adquisición de un lenguaje fluido y rico no está solamente ligada a la rehabilitación y al CI , sino a estados emocionales, dentro del núcleo familiar).

En aquel encuentro, abrí la reunión diciendo: “Muchos adultos sordos comentan que peor que la sordera son los padres”. Este fue el tema disparador de la reunión, que -junto con el testimonio de la joven invitada- logró hacerle ver a la abuela que ella coartaba a su hija, favoreciendo la dependencia y la desesperanza, y no permitiéndole ejercer el rol de madre. Nos encontrábamos con dos mujeres y sus vacíos: una viuda, padeciendo por su esposo muerto, y otra abandonada por su marido, con su autoestima baja, sin trabajo, con dos criaturas sordas para rehabilitar y sin saber qué hacer con su vida.

Después del testimonio de la joven invitada, algunos padres se atrevieron a decirle algunas cositas a esta abuela. Una mamá le dijo: “Usted la ahoga a su hija”, la abuela se defendió lo mejor que pudo, pero captando bien el problema, dejó de venir a las reuniones. La mamá de los mellizos comenzó a venir sola, a explicitar en palabras lo que pensaba, logrando un mejor manejo educacional y psicológico con sus hijos.


Estos encuentros con la utilización de testimonios son enriquecedores siempre y cuando el testimonio se trabaje. ¿Qué significa trabajar el testimonio? Desmenuzarlo, preguntando a los padres qué creen o sienten con respecto a lo dicho por el testimoniante, estimulándolos a que cuenten sus propias experiencias; pues lo que observábamos era que a partir de su dolor, la percepción se volvía selectiva, de modo que los padres sólo escuchaban lo que querían o podían oír, o no entendían lo que oían.

 

Referencias

1.-Esta ponencia fue presentada en el marco del Congreso Internacional sobre la atención a las personas sordas, realizado en la ciudad de La Habana, Cuba, Diciembre del 2000.

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