Quiero decir que en el momento de tomar decisiones importantes en la vida, decisiones que cuentan, con demasiada frecuencia pensamos en lo que se espera de nosotros, en lo que se considera “oportuno” o “adecuado”, tal vez incluso pensamos en lo que haría alguien más a quien respetamos, pero no pensamos en “lo que está bien para mí”.
Sobre el límite en la toma de decisiones
Este es uno de los aspectos de la vida en que resulta más difícil tomar en cuenta nuestras limitaciones, y esto tiene que ver con la forma en que hemos sido educados. Solemos considerar la ética como la ciencia del “deber ser”, o sea, nos quedamos con la visión Kantiana del ideal en las relaciones humanas. Y en este afán de hacer lo que es correcto, es más común de lo que se piensa descuidar a la propia persona. En el intento de considerar a los demás en lo que decidimos, nos olvidamos de nosotros mismos. Esto es especialmente cierto en el caso de las mujeres, pues hemos sido educadas “en función de los demás”. Aquí nos sirve haber aprendido matemáticas, específicamente el tema de las funciones, en la materia de cálculo diferencial e integral. Estamos en función de lo que otros, casi siempre un hombre, espera de nosotros. Estamos en función de servir a los otros, muchas veces nuestra vida gira en torno a las necesidades de los demás.
Alguna vez, estando en Estados Unidos, acompañando a mi esposo en un viaje de estudios, un maestro universitario me preguntó la razón que me había llevado allí, a vivir en esa ciudad universitaria de Idaho. Mi respuesta fue: “soy la esposa de un estudiante de doctorado”. Recuerdo su cara de asombro, y mi propia incomodidad al escucharme, es decir, recuerdo estarme definiendo en función de algo ajeno a mí, los estudios de doctorado de mi esposo. Además eso encuadraba perfecto con la idea que se tiene de la mujer latinoamericana en Estados Unidos: dependiente, dedicada al cuidado de la familia. Aunque la incomodidad no fue nada grata, pues el maestro terminó de hacerme sentir así con algún comentario sarcástico del tipo: “estás siendo definida por alguien más”, esa incomodidad me llevó a pensar en mí como persona que decide, que elige. Ciertamente nadie me forzó a estar instalada en un pueblo del oeste de Estados Unidos, nadie me obligó a apoyar a mi esposo en sus esfuerzos de superación profesional, evidentemente veía muchas ventajas para mi persona al vivir por varios años en un país diferente al mío, pero nadie, nadie excepto yo, tuvo que enfrentar las consecuencias de haber puesto mis aspiraciones “entre paréntesis”.
Quiero decir que en el momento de tomar decisiones importantes en la vida, decisiones que cuentan, con demasiada frecuencia pensamos en lo que se espera de nosotros, en lo que se considera “oportuno” o “adecuado”, tal vez incluso pensamos en lo que haría alguien más a quien respetamos, pero no pensamos en “lo que está bien para mí”. Y no lo hacemos, porque con frecuencia ni si quiera sabemos qué está bien para nosotros, no sabemos qué queremos, o no sabemos con qué sí podemos cargar y con qué no. O sea, no nos conocemos a nosotros mismos.
A veces nos casamos pensando que ya estamos en edad de hacerlo, o tenemos hijos sin considerar si estamos hechos para cuidar de otra persona. Muchas veces estudiamos una carrera por darle gusto a alguien más, bautizamos a nuestros hijos por seguir la tradición. A veces sucede que no nos divorciamos porque no queremos afectar a los hijos, o porque nadie en la historia de la familia se ha divorciado. Y en ninguno de estos casos pensamos realmente en nosotros, sino en lo que se espera de nosotros. Como si se hubiera tejido una especie de red de expectativas alrededor de nosotros, que nos imposibilita cualquier movimiento, cualquier cambio, cualquier sacudida que nos despierte, que nos recuerde lo que éramos y las aspiraciones que teníamos.
Esos movimientos, esas sacudidas normalmente vienen a dárnoslas circunstancias difíciles de la vida, situaciones que como ya mencioné anteriormente, hubiéramos elegido no tener. Son los llamados verdaderos cambios, como diría Joan D. Chittister[1]: Una desilusión, un abandono, una enfermedad, un fracaso, la muerte de alguien querido. Son las llamadas vicisitudes, “percances o incidentes que introducen una alternativa o coyuntura diversa de la situación existente”[2] Circunstancias tras las cuales nos definimos ya de una forma diferente. Dejamos de ser la persona que solíamos, dejamos ese espacio cómodo en que nos habíamos instalado, para buscar la persona que éramos y que somos, eso que nos define en esencia. Y echamos mano de esos recursos que nos habíamos olvidado que tenemos, y esos son los que nos rescatan. Dejamos de ser en función de eso que acabamos de perder: una pareja, un trabajo, alguno de nuestros padres. Dejamos esa identidad vinculada a algo o a alguien más, y volvemos a nosotros, volvemos a nuestro centro.
Referencias
[1] Chittister, Joan D. “Doce momentos en la vida de toda mujer”. Ed. Sígueme.
[2] Peter, Ricardo.