El lenguaje de las aproximaciones no sólo es inherente en los niños, sino también en los adultos. El semiólogo Umberto Eco, refiriéndose a las aproximaciones del lenguaje como a las paradojas de los relojes, dice: “Después de que los lógicos se preocuparon en hallar reglas matemáticas para construir proporciones no ambiguas, no sólo la lingüística, sino la propia lógica y la inteligencia artificial se han dado cuenta de que el lenguaje natural es el reino de las aproximaciones (...)
Relatividad del lenguaje.
Los niños del período preoperacional, así como no pueden diferenciar -ante un espejo- cuál es su brazo izquierdo y cuál su derecho, tampoco pueden diferenciar las connotaciones específicas de las palabras. Los niños de 3 y 4 años interpretan los términos “más” y “menos” como sinónimos, generalmente con el significado de “más”. A la pregunta: “¿Qué árbol tiene más-menos manzanas?”, los niños responden como si supieran que “más” se refiere, igual que “menos”, a la cantidad. Lo que hace suponer que los niños no entienden las connotaciones semánticas de las palabras “más” y “menos”.
En el “campo semántico de los términos dimensionales incluye pares de adjetivos como grande-pequeño, alto-bajo, ancho-estrecho, etc. Se pueden considerar también como ejemplos de términos relacionados aunque a simple vista puedan no parecerlo. De hecho, cuando decimos que ‘este niño es alto’ o ‘este río es profundo’ estamos queriendo expresar que la altura y la profundidad son superiores a cierta norma con la que establecemos la comparación (...) Por otra parte, como ya se apuntó anteriormente, los ‘errores’ de los niños demuestran que los adjetivos más complejos se utilizan inicialmente como sinónimos del más sencillo. Es decir, ‘alto’ o ‘largo’ se considera sinónimo de ‘grande’ y, de la misma manera, ‘bajo’ y ‘corto’ se consideran sinónimos de pequeño. Esta interpretación infantil de los términos sería un indicio de que han adquirido sólo los componentes más generales. Este resultado, tan favorable a la hipótesis que estamos considerando, queda enturbiado por el hecho de que los niños no utilizan indistintamente los términos grande y alto a lo largo de distintas tareas, sino que seleccionan uno de ellos” (Soto R., P., 1986, pp. 292-293).
Si a un niño le cuesta resolver la diferencia existente entre “alto” y “largo”, menos podrá resolver otros problemas que requieren una mayor reflexión, pues les resulta difícil comprender un razonamiento que se apoye en una comparación. Para un niño decir que algo es “más oscuro” significa que es “muy oscuro”, y no solamente “más” que otro objeto. Si le pedimos que nos indique cuál de los objetos claros es el más oscuro, lo probable es que no responda, debido a la confusión que tiene.
El lenguaje de las aproximaciones no sólo es inherente en los niños, sino también en los adultos. El semiólogo Umberto Eco, refiriéndose a las aproximaciones del lenguaje como a las paradojas de los relojes, dice: “Después de que los lógicos se preocuparon en hallar reglas matemáticas para construir proporciones no ambiguas, no sólo la lingüística, sino la propia lógica y la inteligencia artificial se han dado cuenta de que el lenguaje natural es el reino de las aproximaciones (...) Hace años que están efectuando investigaciones sobre lo que la gente piensa que es un ave. La gente piensa -por lo tanto los niños- que las aves vuelan y considera que los pollos son aves (...) Sujetos sometidos a exámenes correctamente elaborados han revelado, durante los experimentos, que piensan que el águila es un ave, al igual que un pollo, pero que el águila es más ave que el pollo; de ahí que los lingüistas hayan establecido, por decirlo así, escalas de ‘pajaridad’ en las que el águila vale 10 puntos y el pollo 1 (y creo que los búhos estaban en un escalón algo inferior al de los cóndores). Resumiendo, nosotros hablamos siempre de manera aproximativa, y conseguimos entendernos sólo porque comparamos nuestras expresiones, fundamentalmente inexactas, con el momento en que las utilizamos, con la naturaleza del interlocutor, con lo que se dijo anteriormente y con el tema de la conversación presente”. Más todavía, en nuestra intercomunicación “nos salva nuestro ‘más-o-menos’, pues de lo contrario seríamos todos como el Funes de Borges, el cual, debido a la exactitud de su percepción y de su memoria, no podía aceptar que el perro que había visto a las tres de perfil pudiese ser el mismo que veía de frente a las cuatro. Nos moriríamos, como él” (Eco, U., 1986, p. 1).
Otro aspecto digno de destacar es la relatividad del lenguaje respecto al tiempo y el espacio. Si se le pregunta a un niño: ¿A qué lado del camino está situada la casa, a la derecha o a la izquierda?, éste no sabrá qué responder, puesto que los conceptos “derecha” e “izquierda” son relativos. La respuesta dependerá del lugar donde se haga la pregunta. Lo mismo que, “día” y “noche” son conceptos relativos, y no podrá contestar a la pregunta si no se indica el punto del globo terrestre respecto al cual gira la conversación.
Los términos “arriba” y “abajo” también son relativos respecto al desplazamiento de un cuerpo en el espacio. Así, si se tira una piedra desde un avión que vuela, la piedra caerá en línea recta respecto al avión, pero respecto a la Tierra esta piedra describirá una curva denominada parábola. La curva geométrica de la curva por la que se desplaza un cuerpo tiene un carácter tan relativo como la fotografía de un edificio, igual que al fotografiar una casa por adelante y por detrás observaremos fotos diferentes. Umberto Eco, refiriéndose a ciertos aspectos de la relatividad, dice: “Dos triángulos son semejantes si tienen tres ángulos, pero uno de los triángulos puede ser tan grande como una casa y el otro tan pequeño como un sello. Son igual si tienen iguales lados y el ángulo comprendido entre ambos. Pero, ¿qué quiere decir ‘igual’? No quiero pensar en que sucedería si nos pusiésemos a examinar con el microscopio las líneas que forman sus lados (...) Elaboramos esquemas que nos permitan tratar lo aproximado como si fuera exacto, pero pobre microbio, que, ante los dos triángulos, que para nosotros son iguales, tardaría un día entero en recorrer el perímetro del primero y un año en hacer lo mismo con el perímetro del segundo, sólo porque los trazamos con dos lápices diferentes y sobre papeles de gramaje distinto” (Eco, U., 1986, p. 1).
En consecuencia, los términos “derecha-izquierda”, “arriba-abajo” y las dimensiones angulares de un objeto, no son absolutos sino relativos para el niño, dependiendo del punto del espacio desde el cual efectúa la observación. Pero, además, porque el niño tiene un léxico restringido y un pensamiento ilógico semejante a los del hombre primitivo.
El gramático Gili Gaya, en un estudio sobre el lenguaje infantil que realizó en Puerto Rico, constató que el lenguaje de los niños en edad preescolar es escaso en número de adjetivos calificativos. “Los maestros saben cuán escaso es el número de adjetivos calificativos que los niños emplean en su conversación espontánea. Antes de los siete años, la adjetivación valorativa de carácter estético se reduce a la oposición entre la pareja ‘bonito-feo’. La calificación moral está limitada generalmente a la oposición entre ‘bueno y malo’. La adjetivación descriptiva (grande, azul, dulce, alegre, etc.) cuenta asimismo con un repertorio extremadamente pobre, que se amplía muy despacio, hasta el punto que, según mis datos, los niños de diez años no hacen más que doblar el promedio de adjetivos de uno afectivo entre los seis o siete, a pesar de que la influencia de la lectura y de la escuela harían prever una riqueza mayor de matices calificativos. No es que los niños no reconozcan y entiendan mucho más; es que no los necesitan, y por esto no los emplean en su habla espontánea con otros niños. No los necesitan, porque calificar supone una actitud en cierto modo contemplativa, descriptiva, estática; y el habla infantil va ligada a la acción, y salta del sujeto al verbo sin detenerse en las cualidades de las cosas (...) Sorprende que entre 50 niños de cuatro a siete años la adjetivación valorativa de carácter estético se haya reducido a ‘lindo, bonito, guapo y feo’, y en la de carácter moral no se haya registrado más que la pareja ‘bueno y malo’. Se comprende que en la operación de estimar o desestimar, es decir, valorar cualidades aplicando a las cosas adjetivos más o menos abstractos, el repertorio infantil sea muy escaso. Pero es más sorprendente todavía que la falta de matices alcance también a la adjetivación descriptiva. En el conjunto de 50 transcripciones hemos registrado los siguientes casos, además de los ya mencionados: Adjetivos de tamaño: grande, chiquito, gordo, bajito, alto, largo. Adjetivos de color: blanco, negro, prieto, brown (castaño), colorado, rojo, azul, verde, verdoso (una sola vez), amarillo. Otros adjetivos calificativos: sucio, cojo, solo, bravo, contento, alegre, serio, triste, dulce” (Gili Gaya, S., 1972, pp. 14-15 y 48-49).