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Un balón en el campo de refugiados.

Mohamed tiene una pelota de fútbol vieja en la pequeña casa del campamento de refugiados de Yenín, al norte de Cisjordania, en la que vive junto a su madre, Soha. Le encanta el fútbol. Hace unos días pudo disfrutar de un partido del Barça y vio a Eto'o y a Henry: suficiente material para tejer sueños durante muchas noches. Si realmente hay algo ahí fuera llamado globalización, el deporte rey es su manifestación más palpable

Hasta ahora, Mohamed no había abandonado nunca Yenín. Desde hace tres semanas está en España junto a otros 79 niños de entre nueve y 11 años procedentes de alguno de los 19 campos de refugiados de Cisjordania, en un viaje organizado por cuarto año por la asociación Paz Ahora. Los niños tratan de olvidar por unos días el infierno de sus vidas.

Delgado hasta el extremo, con la cara morena salpicada de manchas causadas por el sol, Mohamed, de 10 años, atiende con paciencia estoica las preguntas de su monitora, María Mahmud, convertida en traductora improvisada. La del niño es una historia que causaría estupor en cualquier país occidental. En el lugar de donde proviene no deja de ser una biografía tristemente común. Perdió a su padre hace más de seis años, durante una incursión del ejército israelí en el campo de refugiados. Un disparo acabó con su vida.

La de su padre no ha sido la única pérdida a la que se ha enfrentado. Su hermana mayor falleció también a causa de los disparos de las tropas israelíes. El resto de sus hermanos varones, un total de tres, está en la cárcel. En la pequeña casa del campamento ya sólo quedan Mohamed y su madre. Y la vida allí no es nada fácil. Soha no tiene trabajo: para mantener a su hijo cuenta tan sólo con sus familiares y con la ayuda de las organizaciones que trabajan en la zona.

El lugar que le vio nacer marca su historia pasada, pero también la presente. Diariamente convive con los controles de seguridad, con las armas al hombro, con las inspecciones "casa por casa" del ejército. "Cada día, para ir al colegio tiene que andar varios kilómetros y, después, atravesar un punto de control, donde le registran", explica María mientras traduce al niño, que habla en voz apenas audible, y mira fijamente a los ojos de su interlocutor como quien no baja la guardia ni un solo instante. Una vez, recuerda, le obligaron a desnudarse en uno de esos controles, instalado a las puertas del colegio. "No quería quitarme la ropa y ellos me gritaban. Pasé mucho miedo", continúa.

La monitora reside en Ramala y se dedica a ayudar a los chavales con dislexia de los campamentos cercanos. "Hay muchos niños con problemas de aprendizaje en la escuela. ¡Y es fundamental para que tengan algún futuro!", insiste María Mahmud, venezolana de nacimiento, aunque de padres palestinos.

Muchos pequeños son incapaces de mantener la atención en la escuela. "En ocasiones, el ejército acude al campamento a buscar a algún refugiado, saca a todas las personas de sus casas. Cuando eso pasa, un niño no duerme apenas. Es imposible que pueda estudiar así", explica.

Mohamed quiere ser futbolista, profesor o médico. Pero, sobre todo, dejar de ser un refugiado. Quién sabe si la tozuda realidad en la que vive se lo permitirá. La improvisada traductora no es muy optimista: "Muchos de los niños que se han quedado huérfanos ya odian a los judíos. Corremos el riesgo de que ese odio encarrile sus vidas", explica.

El drama de Mohamed no es diferente del de otros niños que ayer disfrutaron en el parque acuático de San Fernando de Henares. Eshak, de 11 años y grandes ojos azules, no ve a su padre desde hace cinco años, cuando fue encarcelado. Abderrahim perdió al suyo en un enfrentamiento con el ejército, como Mahmud o Aissar. Los tres tienen 11 años y viven en Yenín. También Neshma, una hermosa niña de ojos marrones y media melena rizada, nació allí. Su nombre se traduce como estrella y, con sólo advertir su cara risueña, uno entiende por qué.

www.elpais.com
1/09/2008

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