Inquietud, dificultad para mantener la atención e impulsividad definen a grandes rasgos lo que se conoce como Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), una alteración cuya existencia se ha popularizado desde finales del siglo XX pero sobre la que no hay consenso en cuanto a los propios criterios diagnósticos, lo que provoca, según Marino Pérez Álvarez, catedrático del Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y colaborador del Consejo General de la Psicología de España, la disparidad actual de cifras en cuanto a su incidencia.
“El diagnóstico no se basa en cuestiones objetivas sino que se centra en criterios laxos del tipo “se distrae a menudo” o “a menudo se mueve mucho”, por lo que el diagnóstico va a depender de la guía que se utilice. De acuerdo con el Manual Diagnóstico y Estadístico de la Sociedad Americana de Psiquiatría (DSM), el más utilizado, habría del orden del 7-10% de niños con TDAH, pero si tomamos el sistema de la Organización Mundial de la Salud, con criterios más restrictivos, habría un 3-5%. Esta disparidad de criterios explica que en unas comunidades, ciudades, centros escolares o centros de salud haya una u otra incidencia. El problema está en los criterios, no en la población”, explica Marino Pérez.
La patologización de la infancia
La falta de criterios objetivos que permitan distinguir entre un comportamiento que pueda ser definido como “normal” de uno que presente verdaderamente una patología hace que el TDAH sea una cuestión muy compleja de abordar y que en muchas ocasiones pueda desembocar en una patologización de comportamientos o problemas normales de la infancia. Para Alma García, neuropsicopedagoga especializada en crianza y desarrollo y problemas del aprendizaje, mientras se siga usando el DSM como guía diagnóstica todo se reducirá a enfermedades. En su opinión, sin embargo, el TDAH “es una amalgama de comportamientos normales de niños subidos de potencia que sirve para tranquilizar a los adultos”. Un ejemplo, para la experta, es el hecho de que “se considera como un dato a tener en cuenta para establecer diagnóstico el rendimiento en el colegio. Es decir, si el niño, para el mundo adulto diseñado por el adulto con criterios del adulto, hace lo que toca cuando toca”.
En la actualidad conviven tres posiciones con respecto al diagnóstico del TDAH. La primera posición mantiene que es un trastorno infradiagnosticado. En ella se sitúa Iker Agirrezabalaga, psicólogo y colaborador de la Asociación de Déficit de Atención con Hiperactividad de Guipúzcoa (ADAHIGI): “Si tomásemos como referencia la población escolar hasta la ESO en España y calculásemos el 5% que sostiene la OMS estaríamos hablando de una población afectada de 331.483 niños y adolescentes. Y eso sin tener además en cuenta la población adulta. Es evidente la inexistencia de tal número de diagnósticos”.
Otra corriente habla de sobrediagnostico. Y una última posición, por su parte, niega la entidad clínica del TDAH. Es la que defiende Marino Pérez, cuya opinión comparten profesionales como Richard Saul, neurólogo estadounidense autor del libro El TDAH no existe, o Sami Timimi, psiquiatra infantil británico que habla de ayudas a las familias y docentes sin necesidad de pasar por un diagnóstico. Pérez, coautor de Volviendo a la normalidad: la invención del TDAH y el trastorno bipolar infantil (Alianza, 2013), un libro que desmitifica estos trastornos incide en que no existe ninguna prueba neurológica ni de ningún otro tipo que sirva para establecer el diagnóstico, lo que no quiere decir que no sea cierto lo que refieren los padres y los profesores, sino que “tales comportamientos no cualifican como una enfermedad. Puede ser un problema y como tal problema requeriría las ayudas necesarias, pero ocurre que problemas reales se patologizan y estigmatizan, y entonces el remedio es peor que la enfermedad, que ni siquiera existe”.
Una excesiva prescripción de fármacos
La falta de consenso con respecto al diagnóstico y a la propia conceptualización del trastorno conlleva también la disparidad de posturas frente al mejor tipo de intervención. En 2010, el psiquiatra Alberto Lasa-Zulueta y la psicóloga Cristina Jorquera-Cuevas concluían en la Evaluación de la situación asistencial y recomendaciones terapéuticas en el TDAH, “la excesiva prescripción de fármacos con una eficacia dudosa, que pueden resultar muy perjudiciales para el desarrollo”. De hecho, pese a las recomendaciones de diversos organismos internacionales de establecer un tratamiento farmacológico “solamente con posterioridad a la tentativa de otro tipo de tratamientos psicopedagógicos y/o conductuales”, estudios recientes confirman un aumento alarmante en el número de prescripciones de psicofármacos.
Para Iker Agirrezabalaga “la información que dan los estudios y las guías clínicas basadas en evidencias es clara respecto a cómo se ha de evaluar, diagnosticar y tratar este trastorno”. Al respecto añade que en España existen guías consensuadas de práctica clínica e intervención (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad 2010, 2017) en las que se recomienda “una intervención multidisciplinar, es decir, una intervención psicológica o/y psicosocial, psicopedagógica y en casos más graves incluso farmacológica. Estas intervenciones en el caso de los niños han de involucrar a la escuela y los padres. Sin embargo, a veces no es posible consensuar tratamientos con algunos profesionales que afirman no creer en la existencia del TDAH, como si fuese una cuestión de fe”.
Otras guías, como la Guía de Práctica Clínica para el TDAH del Instituto Nacional de Salud y excelencia clínica (NICE) de Reino Unido, proponen la intervención psicosocial frente a la farmacológica. Para Marino Pérez, estudios recientes muestran que la intervención multidisciplinar planteada por Agirrezabalaga no funciona: “La medicación es meramente sintomática sin estar corrigiendo ninguna condición neuroquímica que no existe. Por otro lado, cuando se da medicación, las demás ayudas no se aplican con esmero: los padres y profesores se implican menos al confiar todo a la pastilla para la supuesta enfermedad y los propios niños no aprenden: si se portan “mal” es por la enfermedad y si “mejoran” es por la medicación. El que la recomendación sea la combinación, se debe al sesgo biomédico de las guías. Además, el “tratamiento combinado” es un buen eslogan para vehiculizar la medicación”. Sorprende al psicólogo que profesionales de ciencias de la educación y de la psicología sostengan la noción médico-clínica y la medicación, en detrimento de ayudas escolares y familiares que serían las más apropiadas al problema. “Los profesionales de la educación parece que renunciaran a su propia ciencia en favor de la “solución fácil” cortoplacista de la medicación, fomentando la exclusión como es la dicotomía entre niños con TDAH y niños sin TDAH”, lamenta.
Concluye Alma García que la generalización de fármacos “no es buena en ningún caso, con ninguna enfermedad ni con ninguna situación normal en la vida. Los médicos prefieren que los abuelos salgan a andar y se ahorren pastillas del corazón, que las personas saturadas hagan vida social y se ahorren pastillas para la depresión, que las personas estresadas se relajen bajando el ritmo. En cambio, los comportamientos de los niños más “movidos” molestan mucho, y una pastilla que lo controle se presenta como la solución ideal. Hablamos de anfetaminas; un fármaco que modifica el cerebro, que lo altera y lo cambia para siempre. Es cierto que el tratamiento farmacológico puede llegar a ser la salvación mientras se trabaja la problemática desde otras perspectivas, entiendo que hay familias realmente agotadas, por eso debería haber un trabajo anterior a la medicación muy amplio, profundo e interdisciplinar y que los fármacos fueran la última opción. Lamentablemente, esto ocurre en pocos casos”.
El País
25/06/2018