Fabiola sonríe con las voces. No ve a quien las emite, pero le gusta el bullicio en el que a su modo participa. A punto de cumplir 15 años, recibe a las visitas con camiseta de rayas rosa y pantalón blanco tendida en su cama de sábanas fucsia. El lazo del pelo también es rosa. La cama está instalada en la sala de la vivienda que ocupan ella, su madre y su hermano.
Es el centro de muchas vidas y una de las pacientes de la nueva unidad de cuidados paliativos pediátricos de Vall d’Hebron –un servicio todavía escaso en la sanidad pública española– que se ocupa no sólo de procurar todo el confort posible y la ausencia de dolor en los momentos finales de la vida, sino del cuidado extenso de niños con enfermedades complejas a los que se les dispara la alarma cada dos por tres.
“Ahora puedo pedir un SOS en cualquier momento”, resume Inmaculada Rubies, madre de Fabiola, cuidadora experta de los casi 15 años de su hija, con muy buenos conocimientos de cómo se corre al hospital con una hija inmóvil que puede tener nueve neumonías en un solo año.
Así que sentirse “apoyada, totalmente apoyada, de la mano en todo momento, es un cambio radical en mi vida. Me lo dijeron así, ‘tranquila, no te vamos a dejar caer’”. Se refiere al flamante equipo de paliativos pediátricos de Vall d’Hebron que hoy por hoy forman el médico responsable, Andrés Morgenstern, y la enfermera responsable, Carla Cussó. Además hay un coche donado por Kia y los servicios de psicólogo y asistente social que proporcionan fundaciones como Enriqueta Villavecchia y Paliaclínic.
El médico y la enfermera han ido a casa. El médico palpa el vientre, escucha sus pulmones y su corazón, pregunta por los límites pactados para tal medicamento; la enfermera valora cómo han funcionado los cambios posturales para que Fabiola dejara de llorar por las noches... Repasan fármacos, plazos de espera para la próxima vista al hospital.
Es rara la semana que no hay que ir: a gastro, “son maravillosos, tengo el teléfono del despacho y en cuanto calculaba que habían llegado, les llamaba: cada vez que empezaba un vómito”; a trauma, “tenemos la visita ya pronto, a ver qué le parecen estos cojines de gel que ponemos para que aguante sin quejarse un paseo más largo en la silla que ya no le sirve, hasta que aprueben la nueva”; ¿la psicóloga?, “vendrá a ver al hermano de Fabiola cuando empiece el curso”.
Fabiola tiene una parálisis cerebral severa que no detectaron durante los primeros tres meses de vida. Y una tremenda escoliosis. En su vida hay operaciones y muchos viajes entre Canarias y Barcelona para rehabilitaciones y visitas a especialista. Vive en Barcelona desde los 3 años, cuando empezó el colegio, el Folch i Camarasa. Más recientemente, en el centro Esclat, especializado en parálisis cerebral. “Y hasta los 12 años, ni un paracetamol.
Tenemos una alimentación muy cuidada y aunque en el hospital me miran a veces como si fuera una friki, nunca ha perdido calcio ni se ha desequilibrado en nada”, explica no sin orgullo Inmaculada, que acabó formándose como dietista a los 40. A partir de los 12 la cosa se complicó. Hubo que colocarle un botón gástrico porque pesaba 16 kilos y cada comida duraba ocho horas. Ganó peso y su vida mejoró. Pero empezó a paralizarse el intestino.
En su particular lista de cosas que pueden fallar en cualquier momento – la tienen todos los niños con enfermedades crónicas complejas– su sistema digestivo ocupa un lugar destacado. “Es como si tuviera un sensor: antes de que dé señales una infección, que aparezca la fiebre, ella empieza a vomitar”. Eso pasó con la menstruación, así que están retirándola. Una medicación impagable si no fuera porque su madre tiene consideración de persona con bajos ingresos y está exenta del copago de los 300 euros que cuesta.
Un problema lleva a otro y la regla le paralizaba el intestino y le hacía vomitar; luego, broncoaspiraciones, pulmones infectados y neumonía: nueve veces al año. Nada que no sepan los padres de todos los niños con enfermedades de este tipo.
Inmaculada maneja con soltura la alimentación que le proporcionan en el hospital, una bomba que introduce lo necesario a través de ese botón gástrico. “Y la morfina, y cualquier medicamento”. Desde casa, en su cama con sábanas fucsia. Evitando ingresos que lo trastocan todo.
Con el equipo de paliativos han hablado de todo. “Le explico el problema de la silla, que se le clava en las costillas, y Andrés (el jefe y pediatra de la de la unidad) lo coordina todo, doscientas gestiones y papeles de un lado a otro del hospital. Y ellos lo hacen todo ¡Y siempre con celeridad!”. Andrés y Carla han ido también al cole de Fabiola, para coordinarse con la enfermera de allí en lo que hay que hacer en caso de emergencia o de problemas. “Y a Andrés llamo cuando aparece fiebre y él me dice le estamos dando esto, cambia mejor a esto otro, te paso la receta por correo electrónico”.
“¡Nos hacen tanta falta! Deberían ampliar el servicio, ya sé que acaban de empezar, pero mi hija es crónica 24 horas al día los 365 días del año y ellos están de lunes a viernes de 8 a 4”, demanda Inmaculada Rubies entre frases de agradecimiento sin límite a la atención que recibe. Aunque lamenta que lo que le conceden a Fabiola por ley de Dependencia sea un máximo de 30 horas al mes: “una hora al día de lunes a viernes. Cuando se ha sacado el anorak y le he explicado por encima qué hacer con Fabiola, ya se va. Mira, renuncio. Me pago horas de canguro. Mi familia está a mi lado. Y mis amigas”.
La vanguardia
23/08/2017