Si atendemos a las estadísticas, en todas las aulas de Euskadi habría al menos un alumno, probablemente dos, con dislexia: un trastorno específico y severo que afecta a la lectura. Un problema que persiste en el tiempo y no se cura, pero que se puede contrarrestar con una detección rápida y unas técnicas adecuadas. Afecta al menos a un 3% de la población, hasta un 10%, según las estimaciones más drásticas. La prevalencia varía en función del idioma y el país, aunque el euskera y el castellano no son las lenguas que presentan peores datos, si se comparan con el inglés o el francés.
Las personas que sufren este trastorno del aprendizaje “no son menos inteligentes”, pero el lastre que les supone puede llevarles “al fracaso escolar, la depresión o la agresividad”. Muchos adultos que fracasaron en la escuela, “aún ni sabrán que padecen dislexia”. El mayor hándicap es su diagnóstico tardío, ya que difícilmente se detecta antes de los nueve años y para entonces “ya es tarde”, asegura la experta Marie Lallier, investigadora del Basque Center on Cognition, Brain and Language (BCBL). Este centro y el museo de la ciencia Eureka! organizan desde hoy hasta el viernes la tercera edición de la Semana del Cerebro, cuyo objetivo es acercar a la sociedad un tema tan complejo como el funcionamiento de nuestro centro de mandos. La dislexia será uno de los temas tratados y contará con una exposición.
Investigadores del BCBL están trabajando en la detección precoz de la dislexia y para ello están llevando a cabo pruebas con niños y niñas desde los cuatro años a través de convenios con centros escolares y acuerdos con padres y madres voluntarios que se mantienen en el tiempo.
“Estamos trabajando mediante electroencefalografía: un gorro con electrodos y lo que se graba es la actividad del cerebro. Es una tarea que para el niño consiste solo en escuchar un cuento, mientras estamos grabando la actividad del cerebro. El objetivo es medir algunos índices que nos permitirían predecir si el niño va a tener dificultades de lectura dos años más tarde. Tenemos que hacer un seguimiento durante años, hasta después de que aprendan a leer. Son investigaciones que tardan años y cuestan mucho dinero y se están haciendo aquí, en Donostia”, afirma Lallier. De momento, y hasta que haya elementos más sólidos para una detección precoz dentro en el futuro, solo los elementos conductuales pueden alertar del desarrollo de una dislexia posterior: “Niños que no hablan mucho o les cuesta, o que tienen problemas a la hora de jugar con los sonidos en la escuela..., nos deben poner en alerta -apunta Lallier-, aunque ello no significa que vayan a desarrollar dislexia. Solo es una señal que hay que vigilar”.
Además, no todas las dislexias son iguales. “Cada una es distinta y cada niño lo es también, pero sí hay métodos y entrenamientos que permiten adaptar este cerebro diferente a las situaciones para que el niño esté mejor y encuentre estrategias. El cerebro es muy flexible y puede aprender otras cosas. Un niño con dislexia no va a leer de la misma manera, pero va a encontrar otras vías para hacerlo, aunque igual le costará un poco más”, apunta Lallier.
La escuela es el principal punto de detección, pero “también los padres pueden tener consciencia, si el hermano mayor ha tenido dislexia, por ejemplo, porque hay una parte genética, hereditaria; no se debe solo a eso, pero si en la familia hay un disléxico, el riesgo esa desarrollar este trastorno es mayor. No significa que lo vaya a hacer, pero hay que estar al tanto”, añade la investigadora del BCBL.
Según Lallier, en la actualidad “hay un conocimiento muy grande en la comunidad científica, sobre todo por el boom que supuso ya en los años 80 en Inglaterra y Estados Unidos, pero no sucede lo mismo en la sociedad. La primera cosa que habría que hacer es formar a los profesores. Tendrían que recibir cursos de psicología cognitiva para saber qué mecanismos tiene que poner en marcha el niño para aprender a leer”, asegura.
El “problema de las neurociencias”, asegura Lallier, es que “el conocimiento es bastante reciente y la formación de los profesores está definida desde hace mucho tiempo”, por lo que, en su opinión, “habría que modificar esta formación e incluir en la misma los mecanismos de aprendizaje del cerebro de los niños, qué son los trastornos de aprendizaje y cómo se manejan en la escuela”, señala. Sobre todo para los profesores de último año de Educación infantil y primero y segundo de primaria. Lallier no cree que en el futuro se descubra “algo mágico, un avance que ayude a superar este trastorno “sin esfuerzos”, pero insiste en que “lo más importante es que tenemos que detectar temprano el riesgo de dislexia. Sí se sabe muy claro, que si se detecta antes, el remedio va a ser mucho más eficaz y que si esperamos hasta el diagnóstico, que ahora se produce hacia los nueve años, ya es tarde. El objetivo es detectar un riesgo con anterioridad”, concluye.
Deia.
18/03/2017