Los profesores se quejan, las familias los sufren. Parecen coincidir en su opinión: niños y adolescentes irritantes. Impulsivos, movidos, desafiantes, negativos, agresivos, con baja tolerancia a la frustración... Los padres están desbordados y los maestros no saben cómo educarlos y cómo evitar que interfieran en la dinámica de grupo de la clase. Al final, llegan a oídos del sistema sanitario: las consultas por trastorno de conducta se han disparado.
Uno de cada cinco niños y adolescentes tendrá a lo largo de su infancia algún trastorno de salud mental y una gran mayoría manifestará un desorden de conducta: trastorno disocial, desafío a la autoridad o hiperactividad. Sin un abordaje adecuado puede derivar, en el peor de los escenarios, en comportamientos delictivos.
“La situación, que se ha agravado con la crisis, exige que abordemos este tema entre todos los agentes implicados de forma coordinada”, sostiene Josep Lluís Matalí, coordinador de la Unidad de Conductas Adictivas del servicio de psiquiatría y psicología infantil del hospital de Sant Joan de Déu y autor del informe, Adolescentes con trastornos de comportamiento, que en desagravio de los chavales indica que el mal comportamiento puede ser un síntoma de un problema en casa o con los amigos que se expresa con desafío y desautorización. “Pero esa conducta sin tratar puede terminar siendo un gran factor de riesgo”.
Los agentes implicados a los que alude son los que han sido consultados en este estudio de ámbito nacional y con una muestra de 1.300 individuos: padres, educadores, pediatras y, finalmente, profesionales de la salud mental, psicólogos o psiquiatras.
¿Cuándo empieza a ser preocupante el comportamiento de un adolescente? La desobediencia en los niños y la rebeldía en los adolescentes son normales. Los trastornos de conducta se caracterizan por ser persistentes en quienes los padecen y porque infringen las normas sociales y los derechos de las demás personas. La sociedad actual no ayuda a formarse un buen diagnóstico pues, como sostiene el estudio, “el individualismo, la poca tolerancia al malestar, la necesidad de obtener una recompensa inmediata” contribuyen al incremento de “niños emocionalmente frágiles”, irritables, con propensión a la agresividad si no obtienen lo que quieren lo que, todo ello, no conduce necesariamente a un diagnóstico médico.
En conjunto, la mayoría de los profesionales encuestados (y hasta un 96% de los pediatras) ha detectado un aumento de estos comportamientos negativos entre los pre y adolescentes actuales en mayor medida en los últimos cinco años. La prevalencia, sin embargo, no ha aumentado significativamente.
Los pediatras son los primeros en diagnosticar los trastornos a pesar de que los síntomas se muestran en casa o en la escuela. Pero allí las alarmas no se encienden... o se silencian. En ocasiones, el retraso en el diagnóstico deriva, según se muestra, en la dificultad de distinguir entre un comportamiento meramente adolescente de un comportamiento más preocupante que debe ser atendido correctamente, en ocasiones, con la ayuda de profesionales. “Una de las conclusiones del informe es la falta de información que tienen los padres y la poca formación de los maestros en la detección”, afirma el psicólogo clínico.
Pero también se esconde, por qué padres y maestros se inculpan mutuamente del problema y, en vez de trabajar conjuntamente como sugiere Matalí, se miran con desconfianza, como si fueran parte del problema y también de la solución. Los padres reconocen problemas de conducta, un 60,5% de la muestra, aunque la presencia de un posible trastorno se sitúa en el 15%. Y están preocupados por los problemas de aprendizaje (que influye en los problemas de conducta). Pero el 50% de ellos afirma que en la escuela no detectaron un comportamiento preocupante en su hijo. No obstante, al mismo tiempo tampoco comunicaron al colegio los problemas de su hijo por desconfiar de la capacidad de los educadores y del centro escolar de gestionar su caso desde un abordaje profesional. “Los progenitores temen ser culpabilizados por los educadores o incluso, en centros poco integradores, existe el temor de que el alumno sea expulsado”, manifiesta el autor del estudio.
Por su parte, los profesores creen que las familias están desbordadas, sus horarios laborales no les permiten dedicar el tiempo que sus hijos necesitan, no los escuchan y desconocen sus problemas. Además indican que no ejercen un correcto control ni saben poner límites. La educación y la disciplina, aseguran, recae integramente en el centro educativo. A juicio de los docentes, los padres deben recuperar la autoridad perdida, velar por sus resultados académicos y confiar más en las escuelas.
Para Matalí, las manifestaciones de estos niños, irritabilidad, agresividad y desafío, resultan desgastantes para todos y para los profesores en particular porque dinamitan las dinámicas de las clases. “En definitiva, se busca al culpable y no se trabaja conjuntamente para ver cual es el problema de fondo”, concluye. Esta es una de las razones por las que los padres en vez de acudir al tutor, buscan el asesoramiento del pediatra en primero lugar, o al psicólogo o psiquiatra, si son mayores de 14 años, que no está coordinado con los recursos educativos de los centros escolares.
La Vanguardia
28/01/2016