A pesar de la edad, o precisamente por esta, cada día me reconozco más intolerante hacia ‘la crueldad’. Intolerable en el sentido más digestivo de la palabra. Llámenme ingenua (y no por ello querré dejar de serlo) pero ya no me trago, ni me entra, esa crueldad que algunos asocian a la condición humana, y que posiblemente por eso, toleran en el sentido más pasivo del término mirando a otro lado cuando no directamente la observan sentados. Hablo de esa crueldad que, por ejemplo, de manera consciente y reiterada se ejerce en las escuelas y que se llama acoso o bullying. Aquella que responde a un acto cobarde por parte de uno o varios chavales y que solo es posible si, dentro y fuera de las aulas, se la consiente, se la tolera, se normaliza, se justifica, se relativiza,.. en definitiva, se invisibiliza para que suceda.
Durante un buen tiempo tuve la oportunidad de dirigir y coordinar un proyecto que -entre lo socioeducativo y lo formativo- atendía a casi doscientos chavales (de muy diferentes edades) procedentes de eso que se llama ‘desventaja social’ -la forma políticamente correcta de nombrar una de las consecuencias más graves de la desigualdad-. En ese tiempo, parte de mi responsabilidad era que aquel espacio dedicado al aprendizaje integral de chavales por los que nadie apostaba, fuera un lugar seguro y propio para todos y cada uno de ellos. Es decir, que fuera un lugar libre de prejuicios, burlas, insultos, agresiones y amenazas. Fuera un lugar distinto al que ellos creían que era el mundo al que se supone que debían de adaptarse, un lugar estimulante donde pudieran ser ellxs mismos sacando lo mejor de cada unx; sí, lo mejor.
El que esto fuera posible era parte del trabajo educativo que teníamos que hacer el casi medio centenar de profesionales que formábamos parte de aquel estupendo equipo. Todos éramos conscientes que el lograrlo no iba a ser principalmente a través de normas, sanciones y expulsiones. De hecho esa nunca fue nuestra seña de identidad ni nuestro estilo. Lo nuestro era fijar los límites desde la ejemplaridad, la presencia y la cercanía; la inmediatez a la hora de actuar para hacer notar que sabíamos lo que estaba pasando; hablarlo en equipo y acordar entre todos una respuesta; abordar el problema lo antes posible con los chavales implicados haciendo partícipe a sus familias; ser piña con los que podían ser víctimas de burlas o abusos de otros y mostrando algo más que una clara reprobación hacia los autores de esas situaciones. Sobretodo, comprendíamos que todo aquello era parte de nuestro trabajo, más allá de las clases, los talleres, las actividades, las horas de descanso, las programaciones a cumplir, las rencillas internas, las justificaciones a presentar… La prioridad era ‘Educar’. Echando la vista atrás, y sabiendo que no existe la perfección, creo que más bien que mal logramos fijar una línea roja que nadie podía pisar,m: la de la crueldad con el otro. Quien la ejercía se auto-excluía, estaba fuera del proyecto, del centro. Y antes de llegar a ese punto, su educador de referencia abordaba individualmente con él (o ella) tres elementos clave en su toma de conciencia de lo sucedido: su responsabilidad, su empatía y su autoestima.
Una de las peores cosas que le puede pasar a una comunidad educativa, a un equipo de profesionales dedicados a la educación, al equipo directivo de un centro cuyo objetivo principal es el aprendizaje y maduración de los chavales que acuden a él, es que uno de sus chicxs se suicide por acoso escolar. Pongo énfasis en el aspecto de la colectividad porque sin unidad de criterio, sin cohesión dentro de la comunidadeducativa, no es posible abordar las situaciones de ‘bullying’ que se producen en sus escuelas.
El día de Navidad (el 25 de diciembre) otra comunidad -la de los que somos lesbianas, gais, biesxuales y/o trans- tuvimos noticia de la muerte de Alan, un chico de 17 años que sufría acoso escolar por ser trans y que tomó la decisión de no seguir viviendo. La transfobia en las escuelas (y fuera de ellas) es una expresión más de la violencia de género que tan paralizados parece dejar a los adultos que debe acompañar, educar y formar a los chavales que crecen bajo el influjo de sus luces y por lo visto, también de sus sombras. Porque la crueldad no es parte de la condición humana. Dejarnos la piel en que estas situaciones se eviten, o se atiendan, sí es parte de nuestra condición humana.
Esta tarde a las 17h, en diferentes ciudades, Chrysallis ha convocado concentraciones para decir basta ya de que los chavales trans sean víctimas de acoso en los lugares que frecuentan cada día, como son las escuelas. Desgraciadamente el caso de Alan -que contaba con el amor y apoyo de su familia- no es el único. Por eso la concentración de esta tarde va dirigida a los que relativizan, invisibilizan, posponen, callan, consienten, justifican y a su manera animan a los que se sienten cómodos y son cobardes acosando a los más vulnerables. A ellas y ellos les debería pesar la crueldad que consienten y que ejercen, la que se lleva vidas, y que hoy sabemos (una vez más) que provoca muertes. Porque “la transfobia NOS mata a todos. Y hoy todos somos Alan”.
Violeta Assiego (@vissibles)
28/12/2015