¿Es la inclusión la única respuesta que podemos dar a la hora de analizar todos los desafíos educativos que enfrenta la Argentina? ¿Es el objetivo excluyente o el marco conceptual que debe moldear obligatoriamente cada una de las decisiones que se toman en educación, no importa si se trata de primaria, secundaria o universidad? Mi hipótesis es que no es necesariamente así.
Pero me apresuro en aclararlo: tampoco se trata de descartar el concepto sin más, como mera reacción a su apropiación insistente por parte del kirchnerismo.
Es bueno subrayarlo: "inclusión" no es simplemente el grito de guerra que distingue al oficialismo. El relato educativo que insiste con la inclusión como norte de la educación no es nuevo ni es una creación del kirchnerismo, aunque es cierto que el kirchnerismo es la línea partidaria que más aprovechó la "inclusión" hasta convertirla en eslogan de marketing político de su visión socioeducativa del mundo argentino. La ley de educación nacional de 2006, que consagró la obligatoriedad de la escuela secundaria, por ejemplo, impulsada por el gobierno de Néstor Kirchner, es el broche de oro de esa concepción, que instala sin vueltas la idea de una secundaria para todos y no sólo para una elite o una capa social favorecida.
Eso en la Argentina. Pero es importante destacarlo: hoy la noción de inclusión domina la perspectiva educativa en todo el mundo. Garantizar la escolaridad y la educación de chicos y adolescentes a escala global es tan perentorio como combatir el hambre que muchas veces los aniquila.
Conviene dejar estas cuestiones en claro y hay una razón: el desgaste que hizo el kirchnerismo de la idea de "inclusión educativa" como consigna para enrostrar al adversario político distorsionó la riqueza y las dimensiones diversas que encierra la noción de "inclusión".
Porque ¿qué decimos cuando decimos "inclusión" en el terreno educativo? Ahí empiezan los dilemas. Para el mundo de la infancia y la adolescencia, la "inclusión" tiene el peso contundente de lo justo. Por esto también acarrea todos los riesgos de lo políticamente correcto, que se impone como verdad indiscutida. E indiscutible.
Ése es el punto: la "inclusión educativa" es, sí, un deber de las sociedades, pero al mismo tiempo es un concepto polémico y cargado de dilemas. Es decir, demanda una discusión que agite el lugar común y su tendencia a convertirse en certeza incuestionada que le pone mordaza a cualquier pregunta. Su implementación deriva, por ejemplo, en disyuntivas que todavía no están resueltas en la Argentina.
¿Alcanza con llenar las aulas para decir que se tiene una "escuela inclusiva"? ¿Puede haber inclusión sin calidad educativa? ¿Queda algo de vitalidad en la noción de inclusión cuando el origen socioeconómico de los alumnos determina desde el vamos sus posibilidades de éxito o fracaso educativo? ¿La inclusión educativa practicada en los últimos años no se confunde más con acción social que con verdadera equidad educativa? ¿No hay algo de estafa en una inclusión educativa que recurre con demasiada facilidad a bajar exigencias para retener a chicos a punto de quedar fuera del aula?
Con el kirchnerismo, esa moneda de dos caras -inclusión y calidad- que es la educación opacó una, la calidad, y le dio brillo a la otra: la inclusión. El problema del brillo es que a veces enceguece.
Pero hemos aprendido: no se puede predicar la inclusión sin la calidad y la equidad educativa. No alcanza con democratizar el acceso a la educación si no se democratiza también el éxito educativo. Eso todavía falta en la Argentina.
Lo que queda claro es que, aunque exige matices, desde la escuela media hacia atrás, hasta el preescolar, la "inclusión" es un eje central para pensar las políticas educativas.
A las puertas de la universidad, el panorama es otro. Quiero decir: allí la matriz de la inclusión pierde fuerza. Pierde la legitimidad contundente que tiene en primaria y secundaria. Pienso, por ejemplo, la política de acceso a la universidad como uno de esos casos en los que la inclusión no da todas las respuestas: la inclusión no es la única medida posible del grado de apertura del portón que conduce a la universidad. En ese borde del mundo educativo, el debate requiere otras preguntas.
Hay datos que confirman esa posibilidad. Los países más inclusivos del mundo en términos sociales y con menor brecha educativa entre pobres y ricos regulan el ingreso a la universidad con exámenes altamente selectivos. Finlandia, por ejemplo. Su objetivo de inclusión educativa en primaria y secundaria no genera el más mínimo complejo de culpa a la hora de restringir el ingreso a la universidad y poner cupos según los objetivos estratégicos de desarrollo del país.
Porque el otro marco para pensar el tema educativo universitario es ése: cómo construir conocimientos de punta para un desarrollo económico sustentable que redunde en verdadera inclusión, la del crecimiento económico futuro en sectores con mucho valor agregado y el pleno empleo de calidad, y no simplemente la de poblar aulas en el corto plazo. Por eso no es necesariamente "de derecha" plantear cupos e ingresos con examen en la universidad.
Sí, me adelanto a los cuestionamientos: la Argentina no es Finlandia. Es cierto, hay que decirlo: Finlandia ejerce sus restricciones universitarias sin complejos por dos razones. Una razón es que hay una economía que funciona y quienes egresan del secundario y deciden no ir a la universidad, o no lo logran, tienen un destino a pesar de todo. No necesitan un título universitario devaluado para hacerse un huequito en el mundo laboral y social. El sector de los oficios vocacionales tanto en el área de la manufactura como en los servicios cumple con la promesa de un futuro posible. Otra razón es que la inclusión en primaria y secundaria funciona: los finlandeses tienen educación para todos y de alta calidad. En ese contexto, la competencia por las posiciones universitarias es justa, se da entre iguales, con iguales oportunidades desde la cuna.
Sin embargo, tampoco países con serios problemas de equidad, como Brasil, plantean la inclusión como variable casi única a la hora diseñar sus políticas universitarias. Hay exámenes de ingreso rigurosos y selectivos en las universidades públicas brasileñas, que son de elite aunque gratuitas. Al mismo tiempo se buscan correcciones a la equidad con políticas de discriminación positiva para los sectores más vulnerables que se educan en la escuela pública. Pero no ingresa cualquiera: sólo acceden los mejores alumnos de esos sectores. Me estoy refiriendo a la ley de cuotas, sancionada en 2012. El objetivo: democratizar el sistema universitario público preservando la meritocracia, en palabras de la presidenta Dilma Rousseff. Es decir, calidad y exigencia en el nivel universitario ante todo, con consideraciones de inclusión.
La Argentina, en cambio, hace de la inclusión el centro excluyente de su política universitaria pública. El tema de la injusticia y los derechos se instala entonces a las puertas de la universidad: cómo llega una población con aprendizajes desiguales, de lo que en teoría no son responsables, la respuesta más obvia de un Estado en esas circunstancias es no condenar a la víctima, es decir, liberar el ingreso. O poner un CBC para intentar nivelar conocimientos y flexibilizar los regímenes de promoción.
Pero eso no es más que un intento estéril de emparchar un problema social difícil, que sucede fuera del sistema educativo, con una respuesta educativa demasiado simple y de corto plazo. La inclusión se convierte en cosmética, con efectos colaterales negativos; por ejemplo, atentar contra la consolidación de una economía del conocimiento que conduzca a una sociedad justa, genuina y de largo plazo. Y, sí, también estructuralmente inclusiva.
Por eso hoy la educación universitaria como un derecho y el ingreso irrestricto a la universidad merecen ser discutidos, más allá de la corrección política de la inclusión social y educativa
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15/06/2015