Cuando Irene contaba una semana de vida, su pediatra no daba crédito: "¡Tiene mucho tono muscular!". Estaba fibrosa. Puro nervio. Su madre, Mariluz García, enfermera, apenas le dio importancia. Hoy lo recuerda como un primer síntoma. Luego llegarían las rabietas, los tics (morderse las uñas, mirarse la punta del pelo), los cambios bruscos de humor. "Como Jekyll y Hyde: si le llevabas la contraria, te insultaba, y después venía llorando a pedirte perdón". Del colegio no dejaban de llamar porque atemorizaba a sus compañeros y retaba a los adultos. Y tardaba una eternidad en hacer los deberes. Con siete años le diagnosticaron déficit de atención con hiperactividad.
Delgada, morena y con flequillo, Irene se muestra tímida ante la visita de un extraño a su casa, a las afueras de Madrid. Corretea, evita mirar a los ojos, le parece "molesto" que su hermano pequeño husmee en su cuarto. Acaso una pequeña herida bajo la nariz, de rascarse compulsivamente. Eso sí: habla como un rayo cuando describe la ciudad que está dibujando:
-Aquí el Ayuntamiento, el supermercado, la plaza con árboles, el puesto de helados, la playa con un señor corriendo...
Pero, ¡ay!, los deberes... Son las siete de la tarde, y desde que llegó del colegio no se ha movido del cuarto. Aún lleva puesto el uniforme. El bocata de queso, casi sin probar. Si lee un ejercicio de tres enunciados, al llegar al último se le ha olvidado el primero. Su problema es el de unos 380.000 niños de España, el 5% de la población escolar a la que afecta el déficit de atención, según la asociación de padres ANSHDA (no existen cifras oficiales).
Jorge pasó por eso hace tiempo. "Su juego favorito era saltar en el sillón", explica su madre, Pepa Ayuso, en el salón de su piso en Moratalaz (Madrid). No le podían dejar solo porque se aceleraba como el Correcaminos y lucía más chichones que el Coyote. Las pruebas lo confirmaron: falta de control sobre sus impulsos, dificultad de mantener la concentración. "Sentí abatimiento, pero me reconfortó saber que no era culpa de cómo lo habíamos educado", dice Ayuso.
Y comenzó el tratamiento. Con medicación, guste o no. "Lo que impide centrar la atención es un problema de transporte de la dopamina en el cerebro, un déficit en el lóbulo frontal, el del control ejecutivo", explica José Antonio Portellano, profesor de psicobiología de la Universidad Complutense. Irene y Jorge toman Rubifen, un psicoestimulante (metilfenidato) que activa la neurotransmisión de la dopamina. "La primera vez nos impresionó el efecto. Jorge se pausó. Tardó la mitad en hacer los deberes".
"Pero, por sí sola, una pastilla no enseña a seguir unas normas", matiza Portellano. El niño debe trabajar unas rutinas. Un ambiente ordenado, sin gritos. Con estrategias de autocontrol y con el apoyo de un profesor particular. Y de un psicólogo. Jorge, en tercero de la ESO, empezó a sentirse más inmaduro que el resto. Se volvió introvertido y apenas salía. "Una tarde le robaron a la puerta de casa la cazadora y los zapatos. Y llegó como si nada. Ni lloró". Gracias al psicólogo se desbloqueó. A sus 16 años, tras casi una década de terapia, ha reducido su impulsividad, es responsable y educado. Aunque todavía a veces se queda ensimismado. Su batalla son los estudios: nunca ha repetido y aspira a cursar Informática... aunque para eso su madre le siga preguntando la lección a diario.
"Céntrate, céntrate", le decía a Edu un profesor. Como a Irene y Jorge, a este chaval de ocho años y sonrisa perenne no hacían más que reñirle. Era tan desordenado que sospecharon de déficit de atención; pero las pruebas demostraron que Edu padece el otro trastorno neurocognitivo más frecuente en la infancia: dislexia. Igual que unos 700.000 niños, un 10% del total de alumnos.
La dislexia no se reduce a ver las letras del revés (la d por la b, la u por la n). "Dificultades de precisión y fluidez en el reconocimiento de palabras (...), problemas de descodificación y de escritura", define la Asociación Internacional de Dislexia. El psicólogo y logopeda Rubén Idurriaga profundiza: "En una tribu africana no se daría; aquí topan con un sistema basado en la lectura y la escritura, aquello que más les cuesta".
Mientras Edu juega, Macarena Terrones explica cómo su hijo, siempre muy despierto, se atascó en las tablas de multiplicar y las secuencias, en general. Aunque lo que le deprimió fue que no le dejaran jugar al fútbol por patoso. Cuando se lo diagnosticaron, su padre, Antonio, ató cabos. Descubrió su problema hereditario... tras cuarenta años. "Me creía tonto. La sociedad te apartaba. Terminé la EGB y no estudié más. Ahora, con nuevas herramientas, he sacado la secundaria".
Antonio y Macarena hablan en una mesa redonda en la Fundación Aprender, al este de Madrid, que prepara un colegio para disléxicos. Su programa incluirá ejercicios físicos. Durante la formación del feto, en el viaje de las neuronas desde el tubo neural (donde están las células madre) a la corteza cerebral, algunas de esas células nerviosas no se sitúan en el lugar adecuado. Con gimnasia cerebral que emula los movimientos primarios (los que se hacen desde que nace hasta que aprende a andar), se generan circuitos neuronales donde se apoyan las habilidades.
A los disléxicos les resulta más fácil entender los conceptos si los relacionan con su entorno (son igual de inteligentes, y con otras habilidades, como pictóricas o musicales). Edu, por ejemplo, aprendió los números contando almendras. Guille, de 18 años, cree que le ayudan mucho las fotografías y los esquemas. Sentado junto a su madre, M. Luz Revillas, repasan su duro camino a segundo de bachillerato: "No sé desarrollar un tema de historia. Necesito recordar la página, el párrafo, volver al lugar físico donde estaba esa información, para volcar lo que sé en el folio". Aunque otro conflicto le duele más: "Los demás no quieren estar contigo en el recreo... a veces he tenido compañeros que suspenden todas pero forman parte del grupo, y me he planteado no estudiar para integrarme". No cede: quiere estudiar diseño gráfico.
Nuestros cuatro protagonistas no se conocen. Tienen problemas diferentes. Pero Irene, Jorge, Edu y Guille comparten que los han señalado como raros de la clase. Que se esfuerzan el doble para conseguir la mitad. Que si no se trataran, podrían cogerle fobia al estudio a fuerza de suspensos, y somatizarla en vómitos o insomnio (y a largo plazo, incluso en inestabilidad laboral). Pese a todo, muchos aún minusvaloran sus enfermedades, conocidas desde principios del siglo XX. La dislexia y el déficit de atención se incluyen en los trastornos de inicio del DSM-IV, el manual de la Asociación de Psiquiatría de EE UU.
Pequeñas medidas les hacen la vida más fácil. Como que los maestros lean los ejercicios en voz alta y comprueben que los han entendido. Jorge suspendió un examen de física y un par de días después, en la recuperación, sacó un 9. "¡Se lo sabía!", exclama su madre. Sin embargo, los profesores no reciben formación, a diferencia de EE UU, donde la dislexia se considera una discapacidad. "Si Bill Gates [famoso disléxico, como Picasso] hubiera nacido en España, no tendríamos Windows", opina Rubén Idurriaga.
Tratar el problema no significa volverse paranoicos. Algunos estudios apuntan un exceso de diagnóstico de déficit de atención. El Centro de Salud Mental de Molina de Segura (Murcia) analizó que solo un 32% de los pacientes de una muestra fueron finalmente diagnosticados. En cualquier caso, es esencial motivar al niño, que no se acostumbre a la riña. Darle refuerzos: "Si saca un sufi, la felicito y la llevo a patinar. Sé que se ha esforzado", dice la madre de Irene.
Los padres a veces se sienten "unos plastas". Pepa Ayuso siempre hablaba con los profesores a principio de curso. Les pedía que sentaran a Jorge en primera fila. También solían encargarle escribir las tareas en la pizarra. Así se sentía importante. Con Irene funciona igual. Le llegó a ir muy bien en inglés gracias a un profesor:
-Hija, ¿cómo te saludaba el teacher?
-Hi, Super Irene!
Y sonríe.
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12/06/2011