En el municipio paceño de Achocalla, dos decenas de jóvenes con capacidades diferentes aprenden y se alistan para trabajar en el “mundo real”. Un proyecto de inclusión exitoso donde se fabrican puzzles y otros materiales didácticos para los pequeños estudiantes. Los operarios ganan hasta 120 bolivianos a la semana. Los administradores todavía esperan que los municipios y las escuelas públicas se conviertan en los principales compradores de sus productos educativos
Para llegar al municipio de Achocalla, más allá de su primera laguna, es necesario tomar el minibús 718 desde la Ceja. Una hora de viaje por un camino inundado de tierra y piedras. Desde las ocho de la mañana, de lunes a viernes, Andrés Ortega Lupa emprende el periplo al lado del asiento de los choferes de los autos de esta línea para deleitar su vista con los paisajes de pinceladas verdes con tonos violetas, amarillos y rojos, y para conversar con el conductor y planificar algunas escapadas de “viernes de soltero”, tras recibir su pago semanal de aproximadamente 2,50 bolivianos por pieza de rompecabezas que fabrica.
Él corta y lija maderas en los talleres de Chiqui-Trab, que diseña y elabora materiales didácticos para menores. Andrés tiene 27 años, se encorva al caminar, es moreno y refleja su amabilidad e inocencia a través de sus ojos. Cuando se traslada desde su casa alteña de El Kenko hasta su fuente laboral, nadie se puede imaginar que sufre de una discapacidad; aunque al saludar su voz de niño lo delata. Desde los dos años de edad no pudo desarrollarse como otros pequeños y en el colegio no aprendía tan rápido como los demás. Es así que le detectaron retraso mental, hoy llamada discapacidad intelectual, y por eso fue remitido al Centro de Rehabilitación y Educación Especial (Cerefe).
Empero, al cumplir 20 años, le pidieron que se retirara de la entidad, por la falta de espacio y el arribo de otros jóvenes como él. Es así que Andrés acomodó sus libros para colorear en una bolsa de plástico y dejó aquel hogar que lo había cobijado por más de una década. Fue un cambio traumático: no sabía comunicarse con los demás, tampoco implementar transacciones con dinero y no tenía trabajo. Pero la fortuna iba a estar de su lado, pues en esa época se inició un programa, con colaboración del Cerefe, que admitía a muchachos con capacidades diferentes mayores de 20 años. Así llegó a Chiqui-Trab (Chicos Trabajando), situado en la zona achocalleña de Marquiviri.
La visión de su director, Wálter Fabián Chujra, está enfocada en tratar a estas personas como se lidia con cualquier ser humano, tomando en cuenta sus habilidades y sin olvidar los obstáculos a los que se enfrentan por su condición. “Aquí tratamos de adecuar y ambientar los talleres como cualquier otro de la Ceja o de la ciudad de La Paz, porque el objetivo consiste en que ellos puedan salir de aquí para trabajar en el mundo real”.
El lugar tal vez le queda un poco lejos, pero Andrés no viaja solo, sino que es acompañado por los choferes de la línea 718 que se hicieron sus amigos, y su hermano Raúl que posee similar deficiencia mental. Además, el método de “valerse por sí solos” que se aplica en Chiqui-Trab ha logrado hasta ahora que las dos decenas de operarios con discapacidades puedan trasladarse sin complicaciones hacia la fábrica, y comprar golosinas, refrescos y satisfacer cualquier pequeño antojo por su cuenta. Hoy se sienten personas que no tienen nada que envidiar a las demás. Gente que tiene la posibilidad de contar con un trabajo y un ingreso que le ayude a vivir una vida normal.
EL NACIMIENTO DEL PROYECTO
Chiqui-Trab se instaló en Achocalla hace unos cinco años; antes estaba situado en la calle 1 de Mayo, muy cerca de la avenida Bolivia de la urbe alteña. Entre sus obreros, 12 de ellos tienen discapacidades mentales y ocho físicas: con fallas en los sistemas auditivo y visual, o la ausencia de una extremidad, e inclusive hay una persona con parálisis en el cuerpo. Ellos están bajo el mando de Wálter Fabián Chujra, quien es apoyado por un encargado de marketing y pedagogía, Wálter Molina, y Edwin Cuti Laguna, quien les enseña a los empleados los secretos para afinar la madera. O sea, la planilla total del proyecto alcanza a 23 personas.
El minibús 718 para en una plaza que aún no tiene nombre, pero es conocida como “el redondel de las comidas”, pues está rodeado por pensiones. Para llegar a la factoría se debe caminar entre 50 y 100 metros por un camino destrozado por el río y por las obras que efectuó la Alcaldía local. Un garaje verde oculta detrás de sus puertas una pequeña colina, que es un obstáculo en la senda de Andrés. Al subirla, una pava de color negro saluda a los visitantes y se asusta cuando alguien trata de acariciarla.
El taller está compuesto por tres estructuras arquitectónicas de un piso; en su interior hay maderas apiladas de variopintos tamaños, herramientas de trabajo y latas de pintura de diferentes colores. Uno de los salones guarda adentro los materiales didácticos que están terminados: rompecabezas que impulsan el aprendizaje, caballitos balancines de madera, sillas y mesas para niños; todo el equipo necesario para vestir los salones de clase de los kínderes y aulas de primero y segundo de primaria. Aunque allí igual se elaboran, según pedidos específicos, colchonetas para la materia de Educación Física y para los vehículos, teatrines y títeres, y hasta chalecos.
En otro espacio se corta y lija la madera. Ahí se hallan los hermanos Ortega Lupa tratando de afinar un círculo. Su objetivo es que un tambor de plástico quepa sin ningún esfuerzo en el orificio que preparan. Edwin Cuti los fiscaliza a la distancia en sus tareas; él es conocido como “El Viejo”. No los trata de manera especial, es una especie de “capataz” que de vez en cuando los reprime cuando faltan algunas piezas para los rompecabezas.
Mientras las cumbias villeras suenan a todo volumen en uno de los ambientes, Juan Ricardo Pacoricoma Laguna (discapacitado mental) e Israel Herbas, quien es sordo, pintan de color azul una plancha de madera con soplete en mano. Israel se protege el rostro con una mascarilla y es vigilado por Ricardo, quien porta unos anteojos de plástico y le gusta el sonido del soplete cuando se esparce la pintura.
Después se les asigna una labor más complicada a Raúl “El Flaco” Ortega Lupa y a Juan Ricardo “La Mona” Pacoricoma. Los apodos son una constante entre los operarios. Los dos muchachos deben armar un cubo con ocho partes de variadas formas, parecido a un rompecabezas de Tetris. Primero “El Viejo” les muestra las piezas que deben usar: dos de cada serie; luego los supervisa y después les deja acabar el trabajo por iniciativa propia. Mientras “El Flaco” arma cada una de las figuras, “La Mona” las acomoda en una pequeña mesa redonda, para que después sean pintadas por Israel.
“Que ellos trabajen por sí solos les ayuda en sus desarrollos intelectual y físico. Cada vez que lo hacen sacan a relucir su capacidad y qué mejor manera de aprender que practicando”, explica Wálter Fabián mientras mira cómo “El Flaco” y “La Mona” edifican el cubo de manera perfecta.
El Director no olvida que fue en 1985 cuando se abrieron las instalaciones de Chiqui-Trab, que inicialmente empleaba a personas que no tenían fuentes laborales y habitaban las calles, entre ellas lustrabotas y adictos a la clefa y el thiner. Y los talleres los cobijaron. Cada día recibían pedidos de materiales didácticos hechos con madera y se especializaron en la creación de rompecabezas que estimulan las capacidades de observación e imaginación de los pequeños.
Hasta que se buscó un nombre para el emprendimiento. Y uno de los menores trabajadores tuvo una idea original. Indicó que si los obreros municipales y de la vía pública siempre colocan los letreros de “hombres trabajando” en los lugares donde implementan sus labores, por qué no se podía montar otro que en vez de “hombres” utilice la palabra “chicos”. De esa manera, el lugar fue bautizado como “No molestar, chicos trabajando”; hasta que se llegó al denominativo Chiqui-Trab (Chicos Trabajando).
EL SOSTÉN FINANCIERO
Las ventas lograron que el sitio pueda autosostenerse económicamente. Tras sus primeros diez años de funcionamiento, Fabián logró acomodar a más de 20 jóvenes de la calle en empleos de la Ceja de El Alto y de la ciudad de La Paz, específicamente en talleres que operan con madera. De esa manera su primer proyecto “de inclusión” fue calificado como un éxito por las autoridades locales y los beneficiarios dejaron atrás las jornadas en que buscaban pedazos de periódicos para abrigarse en las calles durante las frías noches.
Pero en sus recorridos por hallar más mano de obra, el Director notó que dentro de los grupos a los que ayudaba igualmente había niños y muchachos discapacitados que eran marginados por la sociedad y que por su apariencia estaban destinados a no acceder a una fuente laboral. Es así que se le ocurrió la idea de destinar el taller para un segundo proyecto, sobre todo después de que el Cerefe le informara que en Bolivia más del 20 por ciento de los habitantes tiene una discapacidad simple o múltiple y de todos estos afectados, la mitad cuenta con coeficientes intelectuales bajos.
Por ello, la inclusión de personas con capacidades diferentes en un ambiente de trabajo y, especialmente, en la sociedad son dos de las principales metas de Chiqui-Trab. “Buscar empleos para ellas es bastante complicado. Talleres artesanales o de mecánica no los aceptan simplemente por su aspecto. Nuestro obstáculo es romper esas barreras y demostrar que los seres humanos que tienen una discapacidad también son bien capaces de realizar actividades productivas”.
En los talleres igual se halla Andrés. Es el único niño de nueve años de edad que frecuenta el sitio, quien sufre de deficiencia mental. Un parque dentro de las instalaciones es aprovechado por este menudo habitante y su picardía reluce cuando sube a la parte superior del resbalín; sonríe cada vez que agita su mano para tomarse una fotografía y juega junto con los 20 obreros cuando éstos comparten el receso de mediodía.
Andrés vive en Achocalla. No asiste a la escuela porque los prejuicios de su profesora y de sus compañeros lo alejaron del estudio. Es curioso y sus ojos se iluminan cuando mira el vuelo de una mariposa. Para él, la sala de exposición de la fábrica es como una tienda de dulces donde puede disfrutar a su antojo de los juguetes didácticos: armar el cóndor de cinco piezas o la oveja blanca de tres partes, y se ríe efusivamente cuando las piezas caen al suelo, y sus ojos buscan inmediata aprobación cuando las acaba de unir.
Aparte, los números de los ingresos de la microempresa no están pintados con rojo. El año pasado, Chiqui-Trab generó 50.000 bolivianos con la venta de material didáctico a distintos municipios, unidades educativas privadas, empresas, el Ministerio de Salud, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef por sus siglas en inglés) y otros. Y a la alcancía también ingresan los recursos generados por las capacitaciones que Wálter Fabián y Wálter Molina efectúan en centros como la Normal y la universidad de la urbe alteña.
Todo lo recaudado se destina a los sueldos de los administradores y de los 20 operarios, estos últimos ganan hasta 120 bolivianos a la semana. No obstante, todavía se busca que la factoría obtenga mejores réditos, lo que también repercuta en el pago a los empleados. El encargado de Marketing sostiene que la idea era que Chiqui-Trab destine sus productos en beneficio de la educación de infantes y jóvenes de todos los estratos sociales, y no así a los que habitan sólo los colegios privados de la zona Sur paceña; pero aún no se ha contado con el espaldarazo de todos los gobiernos municipales.
Ello a pesar de que en 2005, el Decreto Supremo 28421 modificó el artículo 8 de la Ley 3058 de Hidrocarburos, que en su inciso 3, titulado Provisión de Infraestructura, Procesos Pedagógicos y Equipamiento, indica que se deben llenar las aulas educativas de las alcaldías de material didáctico que rinda sus frutos entre los alumnos pequeños. Pero la burocracia en estos entes locales y en el Ministerio de Educación hizo que los proyectos de Molina no se tomaran en cuenta; él por sus propios medios logró contratos con las escuelas de Chulumani, Irupana y Coripata.
Aun así, la esperanza de mejores días flota por los ambientes de Chiqui-Trab. Y los hermanos Ortega Lupa sueñan, tal como lo anhela su empleador, con un futuro promisorio, aquel que esté alejado de los prejuicios y la discriminación de los que son objeto muchas personas que son como ellos.
El emprendimiento inició en 1985 con pequeños y muchachos que vivían en las calles. Decenas de ellos lograron con el tiempo acceder a una fuente laboral en talleres de la Ceja de El Alto y la ciudad de La Paz
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6/06/2009